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Agustín García Calvo: Consideraciones preliminares a la biografía de un «Gran Hombre»

Viernes, 01 de abril del 2022

Prólogo al libro de H. Oppermann «Julio César». Barcelona, 1984


¿Para qué sirven las biografías de los grandes hombres? Me temo que de ordinario sirvan para lo mismo que sirven las fotografías de Jefes o divos que la prensa cotidianamente imprime en las mentes de sus lectores o, mejor todavía, las imágenes de personajones que la pantalla les mete directamente por los ojos a las masas televidentes: a saber, para promover y confirmar constantemente la creencia, fundamental para la relación entre poder y masas, de que hay unos hombres, individuales como usted y como yo, sólo que grandes, que rigen los acontecimientos públicos, que determinan guerras que cambian la faz del mundo y que tuercen el curso de la historia (en el perfeccionamiento sumo de la ideación, pulsarán el botón que desencadene la catástrofe o apocalipsis con que va a cerrarse la historia total del Globo); hombres, en suma, que hacen lo que pasa y saben lo que hacen, puesto que lo quieren, mentes luminosas, voluntades de hierro, que, allá en lo alto, dictan las leyes por las que se rigen los destinos de la humanidad.

Bien es verdad que el progreso mismo de ese uso de las máscaras personales del poder para la ilusión de las poblaciones parece haber traído consigo que esas máscaras tengan que ser cada vez más grises y anodinas, al punto que hoy en día, con la situación llamada tecnocrática, debiendo ser el representante del poder supremo no otra cosa que el funcionario que está en la cúspide de la pirámide, ya sólo a fuerza de costos millonarios de propaganda y continuo bombeo de fotos y pantallazos se consigue apenas que las caras correspondientes se fijen, conectadas con sus nombres propios, en las mentes de las masas, donde de todos modos en pocos meses o años tienen que borrarse, para reemplazarse con otras caras y nombres igualmente insignificantes, sólo a fuerza de luminotecnia iluminadas, sólo a fuerza de bombo impuestos a la memoria. Pero todavía nos acordamos de que, no hace mucho, restos de modalidades más viejas del procedimiento seguían aún en uso, y nombres como el del general De Gaulle o Mussolini o, para andar por casa, el de nuestro dictador de cuarenta años, o los de Churchill o José Stalin, respondían a caras de poder de viejo cuño, de las cuales los números de la masa podían citar con convicción y con regusto los gestos, ocurrencias y crueles decisiones, como dotados de la virtud del barbillazo de Júpiter Tonante de hacer que las cosas sucedieran como ellos las querían.

Cierto que ni aun ésos, ni siquiera aquel Hitler, con toda la cuenta de crímenes millonaria de que la historia le hace responsable, llegaban ya a la talla de Napoleón Bonaparte, por ejemplo. Y de ese Napoleón, por cierto, lo más notable no es que, aparte de infundir su ilusión entre las masas, alcanzara a engañar igualmente a genios como Hegel o Beethoven, según tengo entendido, sino aquello de que, desde sus días en adelante, los locos de manicomio del mundo, afectos de megalomanía, tomaran la costumbre de elegir su facha y nombre para darle cuerpo, y que la declaración de ese tipo de manía fuera preferentemente «Yo soy Napoleón». Y bien que esta curiosa consideración podría haber guiado a los observadores de la historia hacia vislumbres de la verdad que yace bajo las caras personales del poder y sobre las funciones que esas máscaras desempeñan en la relación del poder con la formación de masas, verdad que el escepticismo popular siempre sospecha por debajo de su masivo ilusionamiento. Pero ya se ve que ni la consideración de los locos napoleónicos, ni tampoco el mirar escrito sobre el Panteón con tan grandes letras «AUX GRANDS HOMMES LA PATRIE RECONNAISSANTE », ni siquiera la horrorizada recordación de las masas hechizadas por el encanto personal del susodicho Hitler, han servido mucho para descubrir por medio de todo ello, como por espejos exagerados y grotescos, pero fieles, el papel que los dirigentes, líderes o duces, y sus caras y nombres, cumplen igualmente en toda la normalidad; ni para estorbar, por tanto, que siga cumpliéndose como siempre.

Y por cierto que, antes de Bonaparte, no sé cómo se arreglarían los locos de manicomio para encarnar su megalomanía, pero seguro que apenas podía hallarse otra figura que cumpliera con esas condiciones, para locos y normales de consuno, como la de Julio César; la cual, acaso fundida en el recuerdo histórico con la de su hijo-en-el-poder Augusto y las de los sucesivos emperadores, para quienes vino a convertirse en nombre común césar, así como las de algunos de sus imitadores modernos, vino a dar lugar a aquella frase, que declara la aspiración suma o totalitaria de todo individuo, «O César o nada», donde se oye bien cómo «César» ocupa el lugar de «todo», y la disyunción perfecta excluye cualquier avenencia de «más o menos»: pues ser César es ser todo lo que puede ser un hombre.

Pero he aquí que la presente biografía de Julio César, redactada honestamente por Opperman para un gran público, no podrá menos, sin embargo, de ofrecerles a los lectores una imagen histórica en el sentido habitual, dotada de cuantos rasgos y noticias puedan hacer esa figura singular y «humana» (queriendo «humana» decir precisamente «personal»), aprovechando para ello los numerosos testimonios que monumentos, historiadores antiguos y poetas, y los escritos para los que tuvo también tiempo César mismo, nos han dejado acerca de sus gestas y sus trazas. Es decir que la biografía se aproximará a la realidad histórica del gran hombre todo lo que los instrumentos y técnicas de la historia lo permitan. Que la realidad no sea necesariamente ilusoria, y que la historia, ni la biografía, estén ahí para decir la verdad, eso es harina de otro costal por cierto; y es a insinuar a ese propósito, con motivo de la figura de César, algo diverso, inspirado siempre en el escepticismo del pueblo acerca de sus propias ilusiones, a lo que estas líneas preliminares se dedican.

Hay que advertir primero que, visto con miramiento, tampoco la invención de «Julio César» es del todo original en nuestro mundo antiguo: debemos seguir, más bien, el esquema general que nos hace ver en todo eso que llamamos Roma una como prolongación, con paso a nueva escala (la del Imperio), de aquellos que conocemos como mundo helenístico o alejandrino (por Alejandro y por su Alejandría), donde se había instaurado la forma del poder que puede ya irse llamando Estado, encarnada principalmente en los reinos de los diádocos, Egipto, Siria y Macedonia, así como, por ejemplo, la literatura romana se manifiesta como la continuación de la helenística, con la trascendente novedad del paso a otra lengua; y así también, en el mismo esquema, la figura de Julio César tiene su modelo en la del propio Alejandro Magno. Lo profundo de la relación no pudo dejar de imponérsele ni siquiera a un biógrafo tan amante de los rasgos personales de carácter (con preferencia incluso de las anécdotas privadas sobre las grandes hazañas públicas para ponerlos de relieve) como fue Plutarco, que juntó esas dos vidas como paralelas; y que, por cierto, nos presenta al mismo César Ieyendo, una vez, en su tienda pretoriana, allá en la Hispania Ulterior (¿o debía decir acá?), la vida de Alejandro, con desesperación al echar cuentas de que a su edad Alejandro había conquistado medio mundo, mientras él no había hecho nada que lo sacara del común de los mortales. No podía él saber, para su consuelo, que probablemente lo que pasaba es que el nuevo aumento de escala de la empresa (de «todo el Oriente» a «el mundo entero») exigía unos años de maduración de la máquina del gran hombre (de modo que él comenzase apenas con la nueva etapa del proyecto a la edad que Alejandro había terminado con la suya), y que de todos modos, hasta las edades, como tampoco los otros rasgos personales, en que el enteco y neuropático César tanto parecía diferenciarse del robusto y algo tosco joven que fue Alejandro, no contaban gran cosa para la fijación de la estrella del destino sobre una u otra cabeza de gran hombre.

Pero lo que aquí nos importa es considerar el número y tamaño increíble de las gestas del gran hombre y su desmesurada intervención en aquello de cambiar el rumbo de la historia.

Alejandro, en marcha y competición con su mismo padre desde la adolescencia para llenar el puesto que la historia requería, después de educarse, como correspondía, con Aristóteles (¿con quién, si no?), había allá por sus floridos veintitantos años asegurado la sumisión de la vieja Hélade, ya por el ejercicio de la crueldad de escarmiento sobre Tebas, ya trocando las antiguas ilusiones políticas de los helenos por la nueva (pero aparentemente también tradicional) ilusión de «ir contra el Persa», para la que involucró unos miles de soldados griegos en sus tropas; y había, por otro lado, con una expedición a los tribalos y a las regiones de las nieblas hiperbóreas, dejado debidamente aterrados y tranquilos a los bárbaros del Norte; tras lo cual, se había lanzado sobre el Oriente, había liberado una vez más a los helenos del Asia Menor y, rodeando por la costa, de la Caria a la Palestina y al Egipto, se había hecho cargo limpiamente de todo el cuenco de la civilización y lo había dejado preparado para integrarse en el futuro orden del mundo; cumplido todo lo cual de dos mandobles, y sin temer perder algún tiempo en meterse unos cientos de kilómetros por el desierto de Libia, a que el oráculo de Amón le asegurase su paternidad divina (poca gracia parece que le hacían a la madre esas historias de connubio con Zeus que la política necesitaba), se había sin más metido al corazón del imperio medo, y tras derrotar como si fueran soldaditos de plomo a un par de ejércitos millonarios (pero es que el suyo iba animado por el aliento del futuro y de la cultura occidental), había ocupado, con su sola grandeza y apenas frisando en los treinta años, todo la vasta estructura en que había venido a organizarse la cuna de la historia; sobrándole tiempo todavía para dejar iniciada la nueva administración, implicando en ello a los nobles orientales con los generales de sus tropas, y para casarse él mismo con una princesa bárbara de un rincón resistente del Dominio, había pasado luego a ocupar los valles de la India, hasta el punto en que fue el disgusto de sus tropas lo que hubo de decir «basta» y fijarle a su conquista un límite, no sin que la penosa vuelta, por tierra y por los bordes del Golfo Pérsico, sirviera de paso para darle un nuevo sentido y poderío a la investigación científica y a la cultural en general, sin la cual no hay poder que conquiste ni domine: todo ello concluido antes de morir a los treinta y tres años.

Y ahora Julio César… Hasta entrado en la cuarentena, parece que se había estado dedicando a empresas de ámbito todavía ordinario, sólo un tanto atrevidas y desmesuradas; aunque, visto a la luz del futuro, se estimaría que no era así: que sus intrigas para hacerse pontífice máximo, sus negocios oratorios de celebración de grandes damas romanas o de defensa de causas perdidas, como la de los catilinarios o la de Clodio, que, al profanar por amor los misterios femeninos, le había dado pie para librarse de una de sus señoras (pues «la de César debe estar incluso por encima de la sospecha»), así como el juego de alianzas matrimoniales, especialmente con el gran Pompeyo; todos esos actos, a veces triviales y con apariencia de caprichosos, tenían su función en la preparación de su propia figura para encarnación del destino, y no eran sólo, como también lo eran, medios de llenar una espera, en tanto maduraba la corrupción de la República; pero sobre todo sus derroches exorbitantes de dinero, aquellas deudas, mucho más profundas que para un simple particular, con que llegaba a la culminación oficial de su carrera en el consulado, y que sirvieron además de lazo con el financiero Craso (triunvirato) en el trance decisivo de pasar de ser el mayor deudor privado de Roma a ser el administrador del erario público, le habían colocado con respecto al dinero en la relación que a su destino correspondía (que es que, cuando se rebasan unas ciertas cifras, la inversión de positivo a negativo que rige para «deuda » y «crédito» en las economías domésticas deja de regir y se instaura una nueva conexión entre ambos términos, que sólo para engaño conservan en la gran empresa o la administración estatal los mismos nombres), no sin que con ello se trastocara para él también la relación entre «dinero» y «hombres», ya que al que aprende a derrochar por alto millones de sestercios está aprendiendo a derrochar millones de hombres al mismo tiempo.

Todo ese aprendizaje parece ser que requería la formación del futuro César, sin que él tuviera por qué ser consciente del sentido de sus manejos durante esos años; o más bien, se requería que no lo fuese, para el debido desarrollo del proyecto.

Y ahora, de repente (se diría), a sus cuarenta y tres o cuarenta y cuatro años, se pone César a desplegar su juego en una magnitud y a una velocidad decididamente sobrehumanas: pues en unos doce o trece años, los que van de su consulado y comienzo de la campaña de las Galias hasta el anterior a su asesinato (más o menos los mismos doce o trece que duró la gesta de Alejandro), se desarrollan a su nombre tantos y tales hechos que apenas bastarían otros tantos años para contarlos y hacer un cálculo justo de su importancia para la historia. Y como precisamente lo que aquí me importa es poner ante los ojos esa condición sobrehumana de la cuantía, la de la extensión sobre la tierra y la de la velocidad en el proceso, procedo a enumerar rápidamente algunos de ellos, pidiéndole al lector que tenga a la mano el mapa del mundo antiguo a un lado, y el calendario y reloj al otro.

Preparado apenas para el papel de conquistador por un par de campañas contra la Galicia en su cargo de la Hispania Ulterior, no más fantásticas que las campañas de tantos gobernadores de las Hispanias, secularmente resistentes al redondeamiento del Dominio, ahora las Galias quedan conquistadas, de primeras, en un par de años, y después de levantamientos de algunos de sus cientos de naciones y de tres sacudidas mayores de rebelión, la más general la última, la de Vercingétorix, definitivamente sometidas y pacificadas en ocho años: una extensión (la de las actuales Francia de la Provenza para arriba, con Suiza, Bélgica y Países Bajos) que simplemente recorrerla, estando en los sitios que él estuvo y tomando nota, le llevaría a un ciudadano corriente y motorizado a buen seguro más de un año; más, por añadidura, una penetración, profunda y devastadora, al otro lado del Rin, estableciendo un largo yermo de seguridad para el Imperio, y el paso a la Britannia, una isla que antes de él apenas si por relatos de viajeros se dudaba si la habría o no, y que él abordó con lo misma familiaridad de trato y guerra que si hubiera sido desde siempre parte de su mundo, ocupando en un tris toda Inglaterra, y parándose en las lindes de Escocia y Gales no por otra razón sino que aquello le parecía el radio máximo de ocupación que le permitiera seguir con su costumbre de volverse a Italia en los inviernos.

Porque es que toda esa hazaña se realizó tan sólo à mi temps de los ocho años, dedicándose la otra parte a vigilar de cerca, desde la Galia Cisalpina o por breves retornos a la capital, cómo se iban poniendo las cosas de la política interior, cómo su propia figura se iba en la distancia colocando y ganando en prestigio sobre las masas y miedo de los optimates, pasando por la desaparición de Craso y el extrañamiento de Pompeyo, señalado con la muerte de Julia, lazo provisional que había sido entre ambos, y cómo florecían las contradicciones del sistema republicano, ya con los escándalos de la compraventa de votos (un hombre, un voto: un voto, tantos sestercios), ya con las luchas callejeras de los bandas de Milón y Clodio. Y todavía, al mismo tiempo, a lo largo de esos años de conquista, no hubo de faltarle ocasión para otras magnitudes extraordinarias, como los prodigios de ingeniería del puente sobre el Rin, completo y firme en nueve días, o de la doble fortificación, en torno a Alesia, contra la ciudad y contra el campo, con cifras de medidas de millas de fosos o de pies de altura de empalizadas y cómputo de postes y tablones, que sólo pueden compararse en incredibilidad (habida cuenta de los plazos brevísimos de tiempo) con esas otras cifras de los repetidos cientos de millares de muertos, bárbaros o semibárbaros, consumidos en las acciones de guerra, desde los 200.000 helvecios, pasando por los 60.000 nervios (500 sobrevivientes). Y los 400.000 germanos, hasta los 200.000 y pico liquidados en torno a Alesia. No obstante las cuales enormidades, tampoco le faltó a César tiempo para ir escribiendo todo esto, cifras de millas y de muertos incluidas, en sus Comentarios, donde César se desdobla en dos, la primera persona o César innominado que lo cuenta y la tercera o César nominado que realiza las hazañas, y ello por lo demás en latín tan elegante, que, por batir otro récord más, son sin duda el libro en latín que más millones de personas han leído en este mundo, sobre todo desde que estos últimos siglos se impuso como texto para principiantes en las escuelas.

Bien, pues dejando de lado todavía muchas cuentas, paremos ahora mientes en los pocos años que faltan, los cuatro de la guerra civil y lo poco más de uno hasta la muerte.

Se trataba, lo primero, de resolver el pequeño conflicto o vacilación que la historia había tenido en este trance, al disponer de dos candidatos casi igualados en condiciones para llevar la máscara de rector del mundo: Pompeyo, que fue, pese a la decisión final, el que cargó con el sobrenombre correspondiente, Magnus (el de Alejandro antes y de Carlos más tarde), y César. Teniendo pues que ser la dirección del mundo, como el amor verdadero, cosa de uno solo, era urgente decidir la vacilación, y así se hizo, sin que aquí nos ataña mucho juzgar en qué las condiciones de César eran mejores para que fuese a él a quien se le diera el papel al fin (anotemos sólo que un cierto resto de fe en las instituciones por parte de Pompeyo, con la consiguiente imperfección de la fe en sí mismo frente a la ninguna fe de César en las instituciones, con mayor perfección por tanto de la fe en sí mismo, condición primera de todo conquistador de imperios o de mujeres, eran ya síntomas que indicaban de qué lado estaba cayendo la decisión). Pero lo que aquí más nos toca son igualmente los tamaños y velocidades, y he aquí para ello rememorados algunos datos.

En cuanto a distancias, tenemos ya de entrada, para la ocupación o investimento de toda la Italia del Rubicón para abajo, sesenta días. Y luego, el fabuloso contorneo o repaso de diseño del Mediterráneo, primero tras de Pompeyo (motivo al fin secundario) desde los montes del Epiro y los llanos de Macedonia (donde Farsalia) hasta el Asia Menor, y de allí volviendo una vez más sobre el Egipto (donde Cleopatra, que tampoco le hizo perder más tiempo del necesario); y luego, ya sin Pompeyo por delante, los sitios del África, donde había sido Cartago, y donde una vez estuvo varios días saliendo a la costa cada mañana a avistar la llegada desde Sicilia de unos barcos de refuerzo, apenas teniéndose de la impaciencia de retraso tan ligero –tal era su sentido de la celeridad necesario de la empresa–; y por fin, cerrando el ciclo, la vuelta sobre Hispania, y allí, a todo diámetro de Lérida a Sevilla, la aniquilación de los restos de la República y la preparación de la paz para largos siglos.

Pero todo ello, con las nuevas cifras asombrosas de leguas y de muertos (aquella manipulación de la enorme red urbana de Alejandría, aquellos montones de grandes cuerpos de mercenarios galos y germanos tras una batalla en África) y con las renovadas maravillas de estrategia, de ingeniería y de diplomacia para bárbaros y para reyes, no había sido más que una parte de la agenda de esos cuatro años, alternando con las actividades en el centro, por presencias ocasionales o por representaciones tan fieles como la de Marco Antonio, sentando con medidas igualmente vastas y prodigiosas los cimientos de la nueva administración, tanto en su esquema general (que es ciertamente sobre el que Octaviano Augusto completará la edificación, que no sobre el que habría podido complementarla Antonio) como en mil menudencias casi burocráticas, pero algunas de ellas también transcendentales: la reorganización de la gobernación de las provincias; el aplacamiento de las legiones descontentas, durante y tras las guerras, y el consiguiente establecimiento de las colonias de veteranos; el proyecto de codificación de las normas jurídicas; la resolución de los conflictos económicos y aplicación de decisiones hábilmente moderadas en cuanto a las viejas reivindicaciones democráticas, como las de la condonación de deudas; la reforma del calendario con ajuste, según las más científicas mediciones, de la discordia entre meses y año (por más que el Sol, según Virgilio, hiciera duelo por la muerte de César, no por eso dejaba ya de obedecer a las leyes de le ciencia), que es, con escaso refinamiento posterior, la que sigue rigiendo el tiempo de nuestras vidas; la promoción cultural, con iniciativas en la arquitectura pública urbana, organización y producción de espectáculos para masas, sin abandono de su personal cultivo de las letras (su Anticatón, respondiendo a Cicerón sobre la figura de Catón de Utica, su docto juicio sobre el teatro de Terencio; su toma de posición en la contienda gramatical entre analogistas y anomalistas): en suma, una serie de grandes planes y realizaciones casi en todos los Ministerios que constituyen un Estado de los actuales, que en gran parte hubieron de llevarse a término entre los episodios, asianoegipcio, africano y español, de la guerra civil y en los escasos dos años que le quedaban desde el fin de la guerra hasta su muerte; y que constituyen una cuantía de acción, y de acción con éxito, a plazo más o menos largo, que no sé si en la biografía de Opperman quedará todavía expuesta de manera lo bastante avasalladora para nuestro asombro. La menor de esas obras de organización, planificación o ejecución, en la cosa pública habría ciertamente bastado para justificar la vida entera de un gran hombre de menor cuantía.

La verdad es que, así como a Alejandro da la impresión de que, después de la vuelta de la India, no le quedaba nada por hacer hasta que se lo llevó la peste, así la sensación de un hiato semejante, una vez asentada la nueva Roma tras la guerra, no sólo la recibimos nosotros a través de las crónicas, sino que debió de ser sensible para César en persona; el cual, según la autoridad indubitable de Cicerón en ese monumento de adulación al nuevo orden que es el Pro Marcello, llegó a decir (con evidente hipocresía: pero importa la institución subconsciente que tal hipocresía promoviera) aquello de «Así para natura como para la gloria bastante he vivido ya»; de modo que no puede decirse aquí tampoco que los puñales de Bruto y Casio llegaron a destiempo; sólo que, cuando él decía «natura» y «gloria» se estaba ocultando que para lo que había sido seguramente bastante la vida era para la historia, para el cumplimiento de sus funciones de gran hombre, con respecto a lo cual lo mismo la gloria que la naturaleza no son más que soportes y cebos o pretextos auxiliares.

Pues bien: concluida esta somera exposición condensada de los hechos, guerreros y pacíficos, cumplidos bajo el nombre de Julio César, y que he pensado en presentar así, por si acaso en la exposición biográfica de Opperman, fidedigna ciertamente, pero más larga y por fuerza distraída con rasgos anecdóticos y algunas ideas, aunque parcas, sobre la habitual imaginación histórica de Roma, no se percibía lo bastante la enormidad cuantitativa de las obras, números, distancias y velocidades increíbles, invito ahora al lector a que se plantee cuestión como lo siguiente.

Él ve lo que en muy pocos años «hizo César»; bien sabe, por otra parte, los esfuerzos, estorbos, penas, vacilaciones y tardanzas que a un hombre cualquiera le cuesta llevar a término la cosita más menuda, como cambiar el picaporte desportillado de la puerta del despacho, escribirle a tía Sara, que tanto agradece que le den noticias de por acá, decidirse a hacer una visita para reconciliarse de una vez con Federico, que no le habla desde hace tres años por un motivo que ni recuerda bien, dar un telefonazo a la secretaria del jefe para pedirle una entrevista para solicitar el aumento de salario sobradamente merecido, formalizar una suscripción al Times para mantener fresco su inglés, o cortarse las uñas de los pies en término decente; para cada una de las cuales cosas toda una serie de indecisiones, descuidos de la memoria, repugnancias, inoportunidades tienen, con alteración de la más mecánica rutina cotidiana, que romperse, con el resultado de que, si llegan a hacerse, se hacen con una acumulación de retrasos y un consumo de tiempo tal que amenaza con agotar en esos trámites todo el espacio de tiempo de la juventud y de la vida, que, cuando quieres darte cuenta, ha pasado sin haber hecho nada o casi nada de lo que debías.

Compare pues el lector con el caso de César (o el de Alejandro, o el de Napoleón o Hitler o cualquiera de los grandes hombres), y decida cómo se tiene que explicar la cosa. Porque parece que no le caben más que dos caminos:

O bien reconocer que hay una inmensa diferencia de capacidades, fuerza de voluntad, claridad de ideas, rapidez de decisión entre un hombre grande y uno de los corrientes, sin que la diferencia sea más que cuantitativa sin embargo, ni quite para que el grande sea tan personal como cualquiera, sólo que más: este es el camino de la consideración moral, que es por lo mismo el políticamente conveniente para el orden, el que los órganos de formación de almas les inculcan a las gentes desde arriba, presentando a los personajes al mismo tiempo como muy personales y como muy grandes, y al que me temo que aun las más honestas biografías de los grandes hombres también inciten: es el que ya se les imponía a Ios propios soldados de César, destinados a morir masivamente al servicio de la empresa, pero que a la vez tenían que creer con la fe más viva en la humanidad, esto es, la personalidad individual, de su imperator, desfilando por ejemplo al son de cantinelas como aquélla de

César conquistó las Galias; Nico lo conquistó a él. Ve ahí: por conquistar las Galias, entra en triunfo César hoy, y no entre Nico en triunfo, el que a César conquistó.

o cualesquiera otras cuchufletas obscenas y humanizadoras.

O bien, si ha seguido el lector atentamente mi acumulación de los hechos de César, computando las millas de distancia, la altura de los fosos, los cientos de millares de hombres, el número y magnitud de reformas administrativas planeadas y realizadas, y si le parece que ninguna diferencia en el tamaño de los hombres puede bastar para dar cuenta de tan abismales diferencias en los hechos, tirar entonces por el otro camino, y tratar de concebir de otra manera las relaciones entre los vidas individuales y los acontecimientos de la historia, otra manera de entender las relaciones entre los verbos y sus sujetos, en frases como «César reorganizó las provincias del Imperio» o «César conquistó las Galias».

Es, por cierto, curioso considerar a tal propósito lo que los grandes hombres mismos opinan y formulan acerca del misterio. Es frecuente que algunos de ellos participen con el vulgo ínfimo en las creencias más religiosas y supersticiosas, ya en una Providencia o ya en un Destino: es conocido cómo Hitler, por ejemplo, cultivaba la astrología y las adivinaciones, en armoniosa concordia, por cierto, con la promoción de la ciencia más progresada y las técnicas correspondientes; y aunque no llega a manifestarse así la cosa en los antiguos, Alejandro ni César, es interesante recordar cómo en éste la noción de Týchē o Fortūna, elaborada ya por los historiadores de la época helenística, Polibio sobre todo, se agitaba reinante en sus ideas, según aparece en la anécdota del patrón del barquito en la intentada travesía, a Dyrrhachium, cuando César, contra el mal tiempo, le anima diciéndole «Llevas contigo a César y su Fortuna»; sin que, por otra parte, esa creencia en una Fortuna, que tiene casi cara de Providencia o de Sino, fuera en sus mientes incompatible (bien por el contrario) con una conciencia de azar, con el que se arriesga y juega el hombre, una actitud de jugador de dados, que se manifiesta en el Alea jacta est.

(Y bien sería pararse aquí a analizar un poco el juego de los varios vocablos en que se revelan las ideas que los hombres se hacen acerca de sus acciones y de las fuerzas o causas que las rigen: «destino», heimarrménē, fātum y semejantes, en que aparece la creencia de que se va haciendo lo que ya está hecho, en cuanto que «está escrito»; a lo que parece oponerse la creencia en una voluntad deliberada, boulē, consilium y uoluntās, la cual, sin embargo, por medio de una atribución a un Dios personal y gubernativo, puede pasar a ser la boulē o uoluntās divina, el neúein de Zeus que conmueve el Olimpo según su nóos, el nūtus o nūmen, o el designio de Jehová, que así resulta una síntesis entre las dos creencias contrarias, la del Destino y la de la Voluntad; y en cuanto a la mera Suerte o Azar, que de primeras aparece como noción negativa, reconocimiento de la vanidad de «Sino» y de «Propósito» como explicaciones de los hechos, pero que rápidamente se positiviza a su vez y se personaliza, ya en la Suerte divinizada del jugador, ya en el cálculo de probabilidades como nueva forma de explicación científica… Pero no es ocasión de perdernos ahora en tan apasionante análisis de nuestro vocabulario).

Sea lo que sea lo que los grandes hombres por su cuenta hayan tenido que creer acerca del sentido y causas de sus movimientos, lo que aquí deseaba es que el lector, por la suya, aprovechando la magnitud increíble de las hazañas de Julio César, se parase a pensar un momento sobre la cuestión: que es que, si no se queda satisfecho con atribuir a la grandeza personal del César el número y tamaño de sus obras, me parece que va a tener que venir a distinguir, entre los hechos de los hombres, dos clases, aunque la diferencia entre la una y la otra no sea más que gradual, pero distintiva: quiero decir, los que están como demandados y muy imperiosamente exigidos por la marcha misma de la historia, y aquellos otros que no lo están tanto o no lo están nada o van incluso por su propio pie en contra de lo que la historia pide.

Bien querría evitar que esto de «la historia» que aquí empleo, tan en serio como en broma, diera lugar a alguna mala idea, pues ello no implica una nueva forma de fe en Providencia ni Destino alguno, sino un modesto reconocimiento de que las estructuras u organismos públicos, y en general los entes abstractos a los que llamamos Estado, Imperio, capital, empresa, no por ser abstractos dejan de ser reales y de tener lo que en cierto modo podemos llamar sus vidas (cosa que en último término podríamos extender al total o conjunto de esas abstracciones, con nombres más o menos fantasiosos como «humanidad» o «experimento del hombre» o «aventura de la realidad», de modo que las cosas que los hombres hacen (diciéndose así, por culpa de la estructura verbal de nuestras lenguas, «X emprendió la guerra», «Y dirige la reestructuración de la oficina», «Z va a alterar totalmente la administración de la casa» o «del Imperio») resultan ser, miradas algo más de lejos, movimientos de la máquina u organismo (asociados con ciertos puntos del aparato, que son X, Y o Z), movimientos que tienen que sufrir las partes de su estructura (y al parecer, a velocidad progresivamente acelerada), a fin de conseguir que el total siga siendo siempre el mismo, esto es, a fin de que permanezca oculta la verdad de su realidad, que, descubierta, amenazaría con revelarse (y desintegrarse) como ilusión o ensueño.

Pero, dentro de ello, sobre todo esta diferencia cuantitativa: que si para las gentes corrientes en general, cabe dudar más o menos de hasta qué punto lo que hacen o les pasa con sus vidas responde fielmente a las necesidades de la historia (del Estado, del capital, del Imperio, de la empresa), hasta qué punto lo que hacen consiste en hacer lo que ya está hecho (en cuanto inscrito en el plan o mecanismo de los entes abstractos superiores), o si por el contrario será por ventura ajeno y hasta en contra de lo que desde arriba está mandado (el que pueda haber algo de esto depende inmediatamente de que el organismo superior conozca imperfecciones o fallos en su mecanismo; pero se sospecha ingenuamente que, cuando las cosas que uno hace las hace más fácilmente y con mejor éxito, más probable es que sean un hacer lo que está hecho, mientras que ciertas dificultades, fracasos y conflictos pueden ser a veces un indicio, nada seguro en cambio, de que acaso no sean un hacer lo hecho, sino manifestación de los fallos del sistema), pero en todo caso la magnitud y velocidad increíbles de las gestas, planes y realizaciones, atribuidas a la acción de los grandes hombres parecen indicarnos, y más cuanto más aumentan y tocan con lo sobrehumano, que esos sí que son movimientos de los entes superiores, y su enorme y velocísimo cumplimiento revela que ellos sólo hacen lo que hay que hacer y que por lo tanto está en cierto modo hecho antes de hacerlo; cosas que para animar a alguien a hacerlas, para que uno quiera hacerlas, es exigencia necesaria que uno no sepa que ello es así, que no sepan lo que hacen, y semejante cuenta de los actos, que sería en el caso del Dios Personal Supremo toda la verdad, se acerca a serlo en el caso del gran hombre, y más se acerca cuanto él más grande. No tiene por qué pesarnos (ni regocijarnos tampoco mucho) que el piadoso y despiadado curso del pensamiento, tal vez desmandado, nos lleve a imaginar la invención de «César» como algo semejante a lo que la ciencia nos enseña sobre cómo, entre ciertas clases de hormigas por ejemplo, se fabrica y crece y se sostiene la descomunal hormiga reina, acaso millones de veces más voluminosa que cada una de las de la masa de su reino; sin que ello tenga, por lo demás, que ser incompatible con una cierta admiración de la gracia con que se nos cuenta que Julio César, en el momento de caer bajo las dagas de los republicanos descontentos, compuso sus ropajes para caer con la mayor decencia, manteniendo así el «genio y figura hasta la sepultura». ¿Por qué no?: el que el ente abstracto de, por ejemplo, el Imperio se nos revele del mismo orden que el de un hormiguero y reconozcamos la necesidad de la grandeza de una reina para que la estructura social siga su curso y se mantenga debidamente no tiene por qué quitar que, cuando así nos sople el viento (tal es la inconsistencia y contradicción de los mortales del común), estimemos las especiales gracias de las hormigas que son hombres, grandes o pequeños.

Pero, frente a la fascinación de la biografía y las fotos de las caras de los líderes para formación de masas, quede aquí abajo enunciado este apotegma, que brota de lo más hondo del escepticismo popular: que poder es obediencia; y sólo la necesidad de inconsciencia que al ejercicio del poder ha de acompañar por fuerza (y la misma inconsciencia en el líder que en sus masas) obliga a que esa ley de obediencia se oculte alternativamente bajo las máscaras de la fe en la voluntad de los grandes hombres o de la fe en el Destino y en el régimen de las estrellas sobre las vidas.

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