-Pero también la verdad merece que se la estime sobre todas las cosas. Porque, si no nos engañábamos hace un momento y realmente la mentira es algo que, aunque de nada sirve a los dioses, puede ser útil para los hombres a manera de medicamento, está claro que una semejante droga debe quedar reservada a los médicos sin que los particulares puedan tocarla.
-Es evidente -dijo.
-Si hay, pues, alguien a quien le sea lícito faltar a la verdad, serán los gobernantes de la ciudad, que podrán mentir con respecto a sus enemigos o conciudadanos en beneficio de la comunidad sin que ninguna otra persona esté autorizada a hacerlo. Y si un particular engaña a los gobernantes, lo consideraremos como una falta igual o más grave que la del enfermo o atleta que mienten a su médico o preparador en cuestiones relacionadas con sus cuerpos, o la del que no dice al piloto la verdad acerca de la nave o de la tripulación o del estado en que se halla él o cualquier otro de sus compañeros.
-Nada más cierto -dijo.
-De modo que si el gobernante sorprende mintiendo en la ciudad a algún otro de
los que tienen un arte en servicio de todos,
ya adivino, ya médico o ya constructor de viviendas,
le castigará por introducir una práctica tan perniciosa y subversiva en la ciudad como lo sería en una nave.
-Perniciosa, ciertamente -dijo-, si a las palabras siguen los hechos.
¿Cómo nos las arreglaríamos ahora –seguí– para inventar una noble mentira de aquellas beneficiosas de que antes hablábamos, y convencer con ella ante todo a los mismos jefes, y si no a los restantes ciudadanos?