Agustín García Calvo: "Análisis de la Sociedad del Bienestar". 1993
Agustín García Calvo, 1993. Editorial Lucina.
Que aquí no se hace filosofía ni literatura, sino política del pueblo
Pensando que las Noticias de abajo, los Avisos para el
derrumbe y la serie de Noes que hemos venido
sacando en EL PAÍS a trancas y barrancas, acaso a
algunos, como les hacían reír, no les parecían lo
bastante serios, hemos decidido intentar, por medio y
bajo estipendio de este otro honorable Rotativo, ir
formulando, con algo menos de risa, una descripción
precisa de este mundo en el que vivimos, esto es, una
escueta denuncia de las principales falsedades sobre las
que este mundo se sostiene.
Es de advertir, al entrar en ello, que en este mundo
del Desarrollo, que ya los funcionarios de Hacienda y de
la Banca han aprendido a llamar Sociedad del
Bienestar, también la Filosofía y la Literatura tienen su
espléndido florecimiento (al lado de la Ciencia, a la que
respetuosamente complementan en sus funciones) y
ocupan en el Estado de Bienestar el puesto que se
merecen. Cuando las comadres tienen su vida casi
íntegramente llena por la literatura televisiva y hasta el
más bajo y bisoño de los funcionarios sabe hablar de la
Filosofía de la Empresa o del Nuevo Ministerio, no hace
falta insistir más en ello para demostrarlo.
Por tanto, deberían entender los trabajadores de esos
departamentos (también, indiferentemente, los
productores de filosofía y literatura fina y para masas de
selectos) lo que no les gusta entender: que, al hacer
literatura o filosofía, están haciendo política, la política de
la conformidad, lo mismo si tratan de los sucesos humanos
como si fueran cosas que nos pasan porque nos tienen que
pasar (la Realidad, hijo: ¿que querías?), como flores, algo
mostruosas, que han nacido por su cuenta en los campos
de la Historia (y, como glosaba el buen Brassens, «la ley
de la gravedad es dura, pero es la ley»), que también
cuando se dedican a entretener con cuentos a los lectores
(o televidentes —da lo mismo) mientras pasan estos pocos
años, a ver si se mueren sin darse cuenta.
Y por tanto, si a alguien le da por hablar con la voz del
pueblo, hablar por lo sometido y nunca del todo
conformado, ése no puede hacer ni filosofía ni literatura,
que es hacer la política de Ellos, sino hacer ¿qué?; pues
hacer política, hombre, de la otra, de la contraria.
¿Tan descabellado? Bueno, al fin, en ello le asiste a
uno, rezongando por ahí abajo, la voz del pobre pueblo,
que, como nunca muere, no tiene por qué andar contando
el Tiempo, y le asiste asimismo la evidencia de que este
Mundo sólo se sostiene por la Fe (el Crédito), es decir, por
la mentira; y contra eso, el lenguaje del pueblo
desmandado tiene siempre alguna fuerza.
Que se lucha por lo que no existe
En este análisis y estudio —decíamos— nos guía desde ahí
abajo el pueblo, lo que quede todavía vivo. Ahora bien,
resulta que el pueblo, como es nada más que algo
negativo (que no tiene Personas, que no es la Mayoría
Democrática, sino lo contrario: todos; en fin, que no existe,
porque tiene cosas mejores que hacer, el pobre),
lógicamente, no dice más que NO: que si esto no es vida,
que si esto no era aquello, que no creo, Señor, que no
creo, y que, aunque me coma la paja que me echen, como
el asno de Iriarte, no me olvido de lo que es el grano; y así
toda la ristra de NOES que de vez en cuando brotan de los
corazones cada día (de los corazones, señora: no los
confunda usted con el almita que tiene usted en su
almario, que ésa no dice NO).
Y entonces, siendo así la cosa, ¿cómo ese puro NO va a
ispirarnos ni guiarnos para análisis ni estudio ninguno
serio de la Sociedad del Bienestar? ¿Es que vamos a
contentarnos con ir diciendo NO a cada cosa que se nos
ofrezca? ¿Es que no estamos aquí, con este análisis,
combatiendo por algo positivo? ¿Es que no tenemos nada
por lo que luchar?
Hombre, pues, si tanto se nos pregunta, habrá que
responder, ¿no? Sí: también aquí luchamos por algo. Y ¿por
qué cosa luchamos? Pues luchamos por lo que no existe,
claro. Si no, ¿qué gracia tiene? Para luchar por lo que
existe, ya están Ellos, los Ejecutivos del Estado de
Bienestar, y por ello están luchando cada día y procurando
que todo ciudadano luche por lo mismo: por lo que existe,
que es lo que a él le conviene, como que también él tiene
derecho a existir, el hombre.
Así que los que se hallen tan contentos con esto que
existe y tanto lo quieran que estén dispuestos a trabajar
hasta la muerte por que se siga desarrollando, para que
de ese modo siga existiendo, si están tan seguros de la
Realidad y de que lo que es es lo que es, y no hay más
cáscaras, si tanto creen en esa Realidad que en ella han
puesto la realidad de sus almitas de cada uno, ésos no
tendrán mucho que leer ni que responder en este análisis
de su Sociedad: porque aquí estamos luchando por lo que
no existe, pensando que de lo que existe estamos hasta
aquí, y que merece la pena ver si se puede usar la vida y
la razón para hacer algo que no sea lo que está hecho.
¡Más fe que el alcoyano! —dirán acaso algunos,
meneando compasivamente la cabeza.
¿Fe? Pues no, señor; y este punto conviene esclarecerlo
antes de que sigamos adelante. Ninguna fe: lo que hace
falta para esta lucha es una gran falta de fe: la falta de la
fe que tienen los que creen en la Sociedad del Bienestar y
en la Realidad en general, que sólo sobre la fe (de la
Mayoría) se sostiene; pues lo que existe sólo existe
gracias a la fe.
Pero, con una cierta falta de fe, ya basta para empezar
a entender cómo es esto que nos pasa, para seguir
luchando por lo que no existe.
De la situación y las fronteras del Desarrollo
Lo primero, como en clase de Geografía, repasamos
dónde está el Desarrollo y cuáles son sus límites.
Está situado en medio del resto del mundo, el nodesarrollado,
cuyas áreas de tierra y poblaciones se
supone que son todavía la mayor parte. Pero eso al
Desarrollo no le importa demasiado, porque sabe que ese
resto de tierras y de gentes están también más o menos
en vías de desarrollo, y en todo caso, que no les cabe otro
futuro, otro ideal ni otra aspiración que la de aspirar a
integrarse en la Sociedad del Bienestar.
¿Qué importan las vastitudes antárticas o siberianas ni
la todavía resistente masa verde del Amazonas o las
todavía medio olvidadas islitas innúmeras de la Polinesia?:
todo eso está ya metido en cuenta, y sobre ello tiene sus
planes el Desarrollo, y destinado está a servir, como todo,
de materia al movimiento del Capital y ocasión a millones
de nuevos Puestos de Trabajo. ¿Qué importa que los
habitantes de la China o de la Indonesia sean tantos
millones, o que haya todavía, en el Irán o en el corazón de
África, ules residuos de fanatismo religioso o de regímenes
arcaicos?: todo está ya destinado a venir a parar en esto,
y cuando los estudiantes chinos o africanos se rebelen
acaso contra el viejo y brutal estado de sus naciones,
nunca será para otra cosa (en esa fe vivimos) más que
para aspirar a esto, a la Democracia Desarrollada, al
Estado de Bienestar.
Es verdad que en esas afueras del Desarrollo no dejan
de producirse circustancias molestas y desgraciadas: no
pasa día sin que, allá fuera del Desarrollo, y más
enconadamente en el cinturón más cercano al Bienestar
(Oriente Cercano, América Central, Somalia, ruinas de los
Estados Socialistas) se nos ofrezcan horripilantes
epidemias de hambre, guerri- tas devastadoras a fuego
lento: ¿para qué contar aquí?: llenas están de eso todos
los días las pequeñas pantallas, las grandes planas de la
Prensa; como que eso (con los pelicu- lones de las grandes
guerras de antaño) es lo que les sirve a las Masas, por
contraste, para tomar conciencia de su Bienestar.
Pero no importa: todo eso sabemos también tratarlo
con comprensión (sin andar, desde luego, preguntándonos
mucho de dónde vienen esas hambres desesperadas, esas
guerras de tipo arcaico y montaraz): son los dolores del
parto, son las convulsiones necesarias (¿no hemos pasado
por ello todos algún día?) para llegar a esto, al Bienestar. Y
hasta sabemos tratarlo con horrorizada compasión y con
ayuda humanitaria (insuficiente, claro, pero ¿qué vas a
hacerle, hijo?: esos pobres proliferan tanto...), a través,
naturalmente, de los órganos políticos (o sea económicos:
¿para qué vamos a andarnos con distingos?) del
Desarrollo.
Pues bien: es en esto en lo que hay una confusión
dialéctica elemental, que hay que sacar al aire cuanto
antes: se piensa (mejor dicho: se cree) que los que
estamos en el Bienestar, aunque el Bienestar esté
montado sobre otra cosa y rodeado de miserias
millonarias, podemos disfrutar de dicho Bienestar (con
más o menos remordimientos de conciencia) sin que esas
circustancias esteriores alteren para nada la calidad del
Bienestar de que disfrutamos.
Pero eso no es así. Y como esta mentira es importante,
tendremos en la entrega siguiente que examinar de qué
maneras la miseria de los suburbios condiciona la forma de
la riqueza de que en el Centro se disfruta.
De cómo las miserias de fuera están dentro
Éste es un punto de dialéctica elemental: la creencia
de que puede uno disfrutar de la riqueza en medio de la
miseria (de los otros) sin que la riqueza de uno resulte
tras formada por la miseria que la rodea es una creencia
falsa, pero al mismo tiempo fundamental para el manejo
y mantenimiento del Desarrollo.
Para entender bien esto, hay que prescindir de toda
apelación a la conciencia y voluntad; si no, todo vuelve
al mismo embrollo. Si la venganza de los miserables
tuviera que depender de los remordimientos de
conciencia, personales o estatales, de los esplotadores,
que les perturben el sueño y les amarguen el sabor de
sus convites, apañados estaban los miserables. ¡Como
si no se supiera que el esplotador sólo lo es porque
dispone de una idea que lo justifica y le limpia la
conciencia!
No: esa venganza es una relación dialéctica objetiva:
no pasa por las conciencias, sino que ataca a las cosas
mismas, a los bienes de consumo de la Sociedad del
Bienestar, que resultan alterados en su realidad misma
por virtud de la relación del Desarrollo con la miseria de
sus alrededores.
Ya de antes del Desarrollo regía, claro está, esa ley. Al
fin, el Desarrollo no es más que la declaración actual de la
Historia entera. Se sabía en tiempos de los abuelos, del
abuelo Marx por ejemplo, que la riqueza del burgués no
era más que una elaboración de la miseria (la venta de la
vida) de los trabajadores; y se sabía más tarde, cuando
por los años '50 se clamaba contra el neocolonialismo y
demás viejos artilugios de la esplotación, que asimismo la
riqueza de los países ricos ('países' por hipocresía, claro,
por no decir 'estados') consistía en la miseria de los países
pobres, que, al igual que los viejos proletarios, tanto más
se empobrecían cuanto más servían al enriquecimiento de
los otros.
Pero todo eso se denunciaba con equivocación,
evidente ahora en pleno Desarrollo: se creía que por lo
menos los burgueses esplotadores, los estados ricos,
disfrutaban del producto de la miseria. Eran denuncias
cargadas de moral, y por tanto de mala política para el
pueblo, y ante todo, falsas: con ellas se permitía el cambio
(para seguir igual) del Capital hacia el Desarrollo. Al
menos, el Desarrollo habrá servido para declarar su
falsedad: en él la idea misma del disfrutador personal, y
del esplotado personal también, se han puesto a sí
mismas en la picota: ¿quién es el esplotado?: ¿el
trabajador del Desarrollo, con auto, chalé y cuenta
bancaria?, ¿quién el esplotador?: ¿el alto ejecutivo (de
Estado o de Capital —da igual), que trabaja más que
nadie?
La idea misma de 'esplotación' era falaz: no era más
que una alusión, torpe y confundidora, a la verdadera
relación dialéctica que entre 'riqueza' y 'pobreza' rige.
No: a medida que la administración de la miseria se
desarrolla, la riqueza misma, que era su objeto, se
trasforma, se vuelve miserable, se plea y se vacía; y es ahí
donde se ejerce la venganza de los miserables: sobre los
bienes mismos.
En qué consiste ese plearse y vaciarse de riqueza que
la riqueza sufre en la Sociedad del Bienestar, es lo que en
la siguiente entrega trataremos de empezar a describir.
De la aceptación mayoritaria de los sustitutos
Así que la pobreza de que el Desarrollo se mantiene
no se manifiesta como mala conciencia de las Personas,
sino como mala calidad de las cosas mismas.
Y ¿en qué consiste esa mala calidad? Porque la
verdad es que las Personas están notoriamente
contentas con los bienes del Bienestar, hasta el punto
de que parece a ratos que aquello de «cualquiera
tiempo pasado fue mejor» ya no cuenta para los
súbditos del Desarrollo: casi como si aquello de
«cualquiera tiempo pasado...» fuese cosa de un tiempo
pasado y ahora nos tocase el contento con el presente;
o con el Futuro, vamos: ya se sabe que este tiempo
presente es casi todo ya futuro, pero, sin embargo, ¿si
nos da gusto?
Sólo de vez en cuando se oye por lo bajo rezongar la
queja, no de las Personas, sí de la gente, que reconoce
que esto no es aquello, que los bienes del Bienestar le
saben a vacío, la sospecha de que el Desarrollo le está
dando gato por liebre, que la liebre no sabe ya a liebre
ni la trucha a trucha, y pasajeros resquemores por el
estilo; pero también en esos pasajeros testimonios
tenemos que ispirarnos: es tan raro oír hablar a la gente
por debajo de las Personas...
Pues sí: todo el management del Bienestar consiste en
último término en la técnica del Sustituto. Recuérdese que
el Ersatz fue un invento de las guerras, de las escaseces
de las posguerras, ya lejanas; pero de ese invento
proviene la generalización del Sustituto sobre la que el
Bienestar se funda.
Las cosas, los bienes de consumo, aunque conserven a
veces sus nombres tradicionales, cuando no les da por
sacar el Nombre Nuevo que supla y arrase al nombre
superado (como aquel Ejecutivo de Dios que, sosteniendo
hace años alguna de las pifias habituales del Desarrollo,
declaraba que la autopista no era una carretera, y que lo
que había que tener era un concepto de 'autopista'), el
caso es que no son cosas, sino representantes de las
cosas, con los que tienen que alimentarse y divertirse los
súbditos del Desarrollo como si fueran cosas.
Y, por supuesto, a los Verbos les pasa lo mismo que a
los Nombres: no se hacen cosas, no se viaja, ni se bebe, ni
aun se duerme ni se folla, directamente, sino que se
realiza la idea de cada una de esas acciones, que para eso
están en el vocabulario.
Hay un par de objeciones enseguida que borrar: no
importa que, sin embargo, en pleno Desarrollo, la calidad
de algunos de los bienes de consumo sea en verdad
buena y hasta escelente; ni importa tampoco que en el
Reino del Bienestar haya algunos desgraciados que no
tragan, que no saben cómo se cambia la cosa por el
sustituto, y por ende caen en la marginación y la miseria
arcaica, y que haya también algunos listos que no se
dejan dar gato por liebre y que, solapadamente, disfrutan
de algunas cosas de verdad, o por lo menos, que algunas
veces, por entre los normales sustitutos, se encebollan
con alguna cosa de verdad, a la que un resto de sentido
común los ha guiado.
No importa: porque lo que importa para el régimen del
Bienestar es que la mayoría ( y la mayoría de las veces)
viva de sustitutos, tome los pisos como casas, llame a los
plásticos telas, aspire no a pagarse un chófer ni un vagón
de tren, sino a hacer él mismo de chófer, y que le guste,
que llame al ruido música...
Lo que importa es que se tiene una idea de lo que se
hace, y que, por tanto, lo que se hace es esa idea.
Pero cómo ese cambiazo se produce, sólo se entiende
bien, naturalmente, hablando de dinero.
De cómo las cosas se hacen dinero y el Dinero es el heredero de las cosas
Hablemos pués de dinero; o sea de la Realidad. Pues
¿qué cosa más real que el dinero?
Verdad que esa realidad del Dinero es un poco
inquietante; porque nos siguen haciendo creer que lo real
es algo duro, palpable, comestible (algunos hasta llaman
material al dinero, puesto que llaman materialistas a los
que se dedican al dinero), y, por otro lado, es claro que el
Dinero no reúne esas condiciones de palpable, duro, ni
material en ningún sentido. El avaro de antaño todavía
rebozaba sus manos en el frío de los doblones; todavía la
Daisy Delaney de Angela Cárter (Wise Children 1991), en
los últimos años del nego- ciazo Hollywood, podía hacerle
a su amante el Gran Productor traer del Banco al Hotel
unas maletas de millones de billetes de dólares para
tirarlos por la cama y revolcarse en ellos; pero ahora ya,
en pleno Desarrollo, ¿quién hay que pueda revolcarse en
crédito, en un balance mensual de cuentas, en una
relación entre las cifras de importación y esportación de
los Estados del Bienestar?
No hay cosa menos material, más ideal, más astracta,
más sublime, que el Dinero en sus formas más
desarrolladas. En verdad, su esencia, como corresponde a
tan alto grado de idealidad, consiste solamente en los
números que lo mientan: se dice «8.000.000.000», y lo
que se ponga detrás (pesetas, dólares, toneladas de
agrios, cabezas de ganado, habitantes de la Capital) es un
mero aditivo, un pretesto para la cifra, que es la que de
veras representa la etérea esencia del Dinero.
Ahora bien: no vayamos a confundirnos y por ello
negarle al Dinero realidad: por el contrario, lo único a que
esa consideración debe llevarnos es a declarar a la
Realidad dineraria, ideal por tanto, según lo dicho. Y así es
la Realidad.
Las cosas han desaparecido. El dinero, que era el
representante de las cosas, se ha hecho cosa él mismo, la
cosa de las cosas: él es la Realidad. ¿Qué otra realidad hay
más que la del Dinero?
«No nos haga usted trampa» puede que arguya algún
economista con ideas arcaicas sobre la economía, como al
Desarrollo le conviene que sean, arcaicas, las ideas de sus
economistas «porque lo cierto es que el dinero sigue
valiendo porque sigue representando cosas, porque por
medio de él se puede acceder a los bienes de consumo, a
las langostas, a las cadenas estereofónicas.» Y, hombre,
eso sería verdad, si pudiera ser que, mientras el dinero se
convertía en cosa, la cosas a su vez no sufrieran la
relación dialéctica en sentido inverso.
Pero eso no puede ser; y lo que vemos y palpamos es
que las cosas, como corresponde, se han hecho a su vez
dinero. O sea que lo que hace usted, señora, cuando va al
Supermercado, no es más que cambiar unas formas de
dinero por otras, no es distinto de lo que hace cuando va
al Banco, que es la tienda de las tiendas, donde,
precisamente porque no se vende nada palpable, se
vende la realidad de las realidades, que es la misma que
se compra.
Ahora supongo que se entiende un poco mejor aquella
vaciedad de los bienes del Bienestar de que hablábamos el
otro día, aquello de que las cosas y las acciones estuvieran
remplazadas por la idea de sí mismas. Ésa era la idea: el
Dinero, la idea de las ideas.
Pero el proceso, claro, afecta a las personas lo mismo
que a las cosas: porque, a ver, ¿no es usted tan real como
la langosta que se ha comprado o el compact disc que le
lleva a su hijita? Así que de eso tendremos que hablar
también.
Del criterio de rentabilidad y la identidad de Capital y Estado
Tendremos, sí, que hablar de las Personas, que, como
son reales, son también en verdad dinero. Pero antes hay
que intentar librarse de ciertas confusiones, por falsa
distinción, que siguen reinando en el Bienestar, para
divertir a la razón y que, entretenida en discutir todavía
cuestiones como si 'privado' o 'público', si 'administración
estatal' o 'privatización de los servicios', no descubra
nunca las verdaderas falsedades sobre las que el
Bienestar está asentado.
Pues ello es que hace tiempo que la Empresa Privada y
la Adminsitración Pública han venido estrechando de tal
modo su matrimonio que ya son una misma alma, y en
verdad indistinguibles la una de la otra, lejos los tiempos
del abuelo Marx, que aún podía distinguir entre el
capitalista esplotador y los políticos, perros guardianes del
Capital.
Y, sin embargo, la idea de la separación entre lo uno y
lo otro, la idea de que se está jugando algo cuando se
habla de que el Estado se haga cargo de tal Empresa o
que se pasen a la Empresa Privada tales istituciones
estatales, sigue rigiendo en este mundo, pese a su
vaciedad, o precisamente gracias a su vaciedad, hasta
llegar a la necedad superferolítica de que pueda haber
alguna diferencia entre una Televisión Estatal y una
Privada; como si no se supiera lo que es Televisión.
Pero la verdad es que Estado y Capital son la misma
cosa, y sólo dos para disimular; y los mismos son los
políticos y los banqueros, y no hay Dios que distinga (o
sólo Dios puede) entre los Ejecutivos de Dios de la
Empresa y los del Ministerio (o los Sindicatos); como no
podía menos de ser: pues lo uno y lo otro está movido y
sostenido por lo mismo: una misma Fe en el Futuro, una
misma Idea, un mismo idealismo, esto es, una misma
creencia en el Dinero como la realidad de las realidades.
Y la piedra de toque para reconoer la identidad de
Capital y Estado, y la falsedad vigente de su distinción, es
el Criterio de Rentabilidad. El cual vemos todos los días
cómo se aplica indiferentemente en las Istituciones
Estatales lo mismo que en las Privadas, y cada vez más
descaradamente; como es natural, porque aquello de que
«De dinero no se habla, niño» era cosa de los viejos
burgueses, y ahora, en cambio, nada más decente, y
hasta honroso, que hablar de dinero, con esa campechana
franqueza que caracteriza lo mismo a los Ejecutivos del
Consorcio Bancario que a los del Ministerio de Finanzas;
en efecto, teniendo Dios en el Bienestar una cara
esencialmente de dinero, ¿qué más claro y honesto, que
más santo, que declarar abiertamente que a lo que se va
es a la producción de rendimiento dinerario, al
acrecentamiento del volumen de las cifras? Cualquier otra
cosa, cualquier otro hablar, es sin más sospechoso para el
Señor.
Lástima que, con el Criterio de Rentabilidad, a la gente
lo que se le hace es la puñeta a gran escala. Pues en
cualquier momento, cualquier Ejecutivo de lo uno o de lo
otro, podrá quitarle las cerezas de la boca, las vacas de los
prados, el caminito de hierro, la tierra misma de debajo de
los pies, gracias a la apelación al Criterio de Rentabilidad:
porque, déjese de mandangas, amigo, aquí de lo que se
trata es de productividad, de rendimiento, de futuro, esto
es, de dinero; y ante ello tienen que agachar la cabeza y
retirarse las cositas y los corazoncitos, no faltaba más. No
estorbe, hombre, y perdone las molestias, pero es que
estamos trabajando por su futuro.
Así es como el Criterio de Rentabilidad, al mismo
tiempo que prueba la identidad entre Capital y Estado,
sirve para eliminar la vieja noción de 'servicio público',
según en la próxima entrega estudiaremos.
De cómo se ha quedado vacía la noción de 'Servicio Público'
Ello es que la imposición general del Criterio de
Rentabilidad deja inmediatamente vacía (aunque vigente
en su vaciedad) la vieja noción de 'servicio público': pues
ese criterio da por supuesto que lo que es bueno para el
Dinero (para el movimiento del Capital) es bueno para la
Persona, para el Hombre; lo cual ya se ve que sólo será
verdad en la medida que el Hombre sea íntegramente
dinero, enteramente identificado con su capital; pero, si
quedan entre la gente algunos restos de demandas no
dinerarias, de demandas más concretas, sensuales y
palpables, si queda algo de gente que no sea todavía
enteramente el Hombre, entonces la verdad del
presupuesto pierde pie y deja en entredicho el propio
Criterio de Rentabilidad.
Ahora bien, era a esas otras demandas de bienes
inmediatos y sensibles a lo que respondía, con más o
menos falacia, la noción de los servicios públicos de
antaño. Que es que había, en formas de dominio
anteriores al Bienestar, en que la identidad de Estado con
Capital no era tan segura o tan descarada, una cosa que
se llamaba Servicios Públicos, S.P.: se trataba en verdad
de que el Estado se veía obligado (por una especie de
«mala conciencia estatal») a compensar la humillación y
aplastamiento de las gentes en nombre de la Patria (esto
es, la Patria de los Patrones) mediante algunas
reparaciones, que consistían en dedicar una parte (nunca
muy grande, claro, pero algo) de los ingresos estatales a
cosas como mejorar los caminos, sostener las escuelas,
limpiar las calles o los bosquecillos, abrir hospitales o
refugios de pordioseros, en fin, esas cosas.
En ese Estado de antaño, lo que era claro era la
separación de esas caridades estatales, de esos Servicios
Públicos, respecto a cualquier cosa que se pareciese al
Criterio de Rentabilidad: los Servicios Públicos eran
típicamente improductivos (de dinero), puesto que servían
para atender a cosas, a necesidades o beneficios
palpables y sensibles para el común de la gente corriente,
no creados desde Arriba.
Y otra cosa era (como era casi de norma) que algún
sacristán, algún Comisionado de los Servicios Públicos
(¡bendita corrupción!) distrajera para su bolso algunas
cantidades en desmedro del común; pero, si a alguien se
le hubiera ocurrido proclamar que el Servicio Público
mismo era un negocio, que tenía que ser rentable, esto es,
que el tal hospital, ferrocarril o escuela era, como todo hijo
de Dios, una empresa que tenía que funcionar como
cualquiera y, en vez de limitarse a gastar dinero, también
moverlo, la cosa habría llenado de escándalo y tristeza a
los «burgueses e burguesas» que «a sus finiestras soné».
Pues bien, eso es lo que en la Sociedad del Bienestar se
proclama con todo descaro y a todas luces.
Y por tanto, de hecho (porque hechos son las palabras,
desde que las cosas no son más que ideas), lo que al
público se le ofrece, en los lugares donde estaban los
Servicios Públicos, son unas oficinas en que el Criterio
de Rentabilidad (y las consiguientes caras y gestos de
los funcionarios) rige igual que en cualquier Empresa
Privada: no se trata de subvencionar ferrocarriles que
lleven vida a los desiertos y hagan surgir pueblos de la
nada, sino de colaborar en la Empresa del Automóvil y
la Gasolina; no de limpiar las calles de lo que quede de
ciudades, sino de llenarlas de letreros «Estamos
trabajando por su futuro: perdonen las molestias»; no
de mantener un Servicio de Correos abierto al público
cada vez más días y más horas y con más facilidades,
sino de desarrollar una cosa competitiva con las
Empresas Privadas de Trasporte; en fin, ayudar a
mover el Capital, a mantener la Fe en el Futuro
haciéndole al público la puñeta de presente.
Así que lógicamente tenemos que preguntarnos: ¿qué
son los Impuestos en el Reino del Bienestar?
De la falsificación de los impuestos
Por tanto, dada la identificación de Estado con Capital,
la noción misma de 'impuesto' ha perdido, con el
Desarrollo, todo el sentido que pudiera tener en formas
más arcaicas de dominación. Y sin embargo, se sigue en el
Estado de Bienestar cobrando impuestos, y se sigue con
más empeño y vehemente fe que nunca; ¿no decía el otro
día en la Prensa algún Ejecutivo de Dios que el fraude (se
entiende: del contribuyente al Estado; del fraude en
sentido inverso no se habla) atentaba contra la Sociedad
del Bienestar? Así que, como se suele, cuanto más falsa se
queda la noción de 'impuesto', tanto más es preciso
mantenerla en juego, como mentira sustentadora del
dominio.
Pero basta con echar la mirada alrededor, contemplar
cómo el Aparato Estatal está compuesto de oficinas
conectadas con las del Capital en una red inestricable,
regidas por el mismo Criterio de Rentabilidad, de manera
que no cabe ni pensar en un acto de un Gobierno
Desarrollado que atente a la marcha del Capital
Desarrollado, en un Ejecutivo de la Hacienda Pública que
no participe en la misma Fe en el Futuro (en el Futuro está
el Automóvil, en el Futuro está la Red Informática
Universal, en el Futuro está el Hombre), para darse cuenta
de que hay algo en esto de los Impuestos que suena a
hueco.
Porque es que los Impuestos son herencia de viejas
formas de Estado, en que se suponía que aquellos
ciudadanos o Personas Jurídicas que movían dinero en
grande, debían, en compensación de su pecado, entregar
a los Administradores del benévolo Gobierno alguna parte
de sus ganancias, que a su vez los Administradores
dedicaran a sostener obras o istitutos no rentables, que
sirvieran a atender a las necesidades y deseos de todos,
especialmente de los pobres, o sea de los que no movían
capital.
Pero, cuando uno se entera del manejo del Dinero de
los Estados del Bienestar, y cómo la mayoría de él está
jugando en las mismas inversiones rentables y de futuro
que el Capital Privado, queda clara la falta de sentido de
esa noción de 'impuesto'. No: cuando usted, señor, declara
y paga a Hacienda, sépalo, no está haciendo nada en lo
más mínimo distinto que cuando encarga a su Banco que
le compre acciones de tal o cual Empresa de Futuro, sea
una Desarrolladora de Autopistas, sea una Proliferadora de
Ordenadores, sea, en fin (¿para qué vamos a andarnos con
rodeos de mercancías ni nada?), acciones de un Banco
boyante, y si es caso, de la propia Banca del Capital del
Estado, que no se diferencia en nada de las otras y puede
ofrecer una inversión igualmente recomendable: ¿no la ve
usted cómo se anuncia por la Tele compitiendo con
cualquiera de las que se llaman privadas todavía?
«Pero, hombre, no, no sea exagerado», puede que me
diga todavía algún contribuyente: «También el Estado
gasta en Sanidad, en Educación...» Pero, sin entrar a
indagar ahora cuál es esa educación, esa sanidad, ¿dónde
está por eso la diferencia?: ¿es que el Capital del
Desarrollo no se dedica también, y más que nunca, a
patrocinar y promover istituciones benéficas y culturales,
que no le dan rendimiento directo, pero que Él sabe que
son necesarias para el Aparato de la Empresa?
La verdad es que, para entender este engaño de los
Impuestos, habría que percatarse bien de cómo en el
Desarrollo el Dinero es de dos naturalezas, una divina y
otra humana, y que la diferencia no corresponde a la de
éstatal/privado', sino a la de Gran Dinero (el del Estado y la
Banca) y dinerillo (el de los contribuyentes). Pero esto será
mejor que lo tratemos otro día.
Dinero divino y dinero humano
Hablando de Impuestos, veíamos que hay un engaño
fundamental, acerca de las relaciones entre el Estado y la
gente, sobre el cual Desarrollo y Bienestar se asientan: a
saber, el de hacer creer (empezándolo por creer el propio
político o economista, que ambos son el mismo) que el
dinero que al contribuyente se le saca contribuye al Dinero
de las arcas del Estado (como en las formas de dominio
más arcaicas, como el de Raquel & Vidas contribuía a la
bolsa del Cid Campeador), Dinero que el Estado a su vez
distribuye a los súbditos en forma de beneficios, los que el
Señor estima que la Mayoría demanda y necesita.
Que esas recaudaciones, en el Desarrollo, en vez de
parar en Servicios Públicos, se inviertan en negocios
rentables (de dinero), en los que el Estado entra lo mismo
que la Banca, ya lo descubríamos el otro día; pero el
engaño en eso es todavía más astracto, y cuanto más
astracto, más costituyente de la Realidad: es que no se
nos deja entender que ni siquiera el dinero que corre entre
las manos de los contribuyentes es de la misma naturaleza
que el que el Estado y la Banca manejan por lo alto.
Hay un Misterio de Transustanciación cuando el dinerillo
que a la gente se le reparte, para que se entretenga
haciéndose la ilusión de que con él se compran cositas
que aún no son dinero, aparece en lo Alto convertido en
un Dinero, con cifras espectaculares de 10 ó 12 ceros para
arriba, que se mueve solo, que descaradamente no
compra más que dinero, esto es, Crédito (de la Gran
Empresa o de los Estados —da lo mismo), de manera que
las cosas que se citan son un mero pretesto para la
operación, y los nombres de esas cosas perfectamente
intercambiables, pudiéndose pasar de prensas hidráulicas
a cigarrillos turcos como Pedro por su casa.
Se trata de desconocer esta evidencia elemental: que
la Sociedad del Bienestar está fundada toda ella en un
descubrimiento maravilloso: el Dinero grande o divino,
sólo con moverse, sólo con cambiar de sitio en las
cuentas, de fechas en el Tiempo, sólo con eso ya produce
(dinero, naturalmente: o sea, por sus nombres propios,
Crédito, Tiempo Futuro, Tiempo), con la sola condición de
que en el proceso le asista una Fe inquebrantable, sin
vacilaciones, que es la esencia misma del Crédito, la del
Futuro, la del Tiempo, que es el nombre verdadero del
Dinero Desarrollado.
Es un procedimiento milagroso, que, así como implica
que lo que por él se produzca no pueda ser otra cosa que
dinero, más o menos disimulado con los nombres de las
cosas, y que por tanto no pueda revertir en beneficios
palpables y verdaderos para la gente, sino en este disfrute
ideal, hechizado y sonambúlico, del Bienestar, así también
es un procedimiento ajeno al dinero en calderilla que a la
gente se le reparte para que se haga la ilusión de que
compra cosas.
«Pero entonces» podría decirnos alguien «un corolario
de eso será que los Impuestos, la contribución de dinero
de los particulares al Estado, no tiene sentido en el
Bienestar: ¿qué falta le hacen mis dinerillos al Estado?» Y
en efecto, al Estado de Bienestar no le hacen falta ninguna
los Impuestos: podría vivir lo mismo dedicándose
descaradamente a lo mismo que la Gran Empresa, a lo
mismo que la Banca, a mover dinero por lo alto.
No, no es verdad que al Estado le haga falta cobrar
impuestos, que a Hacienda la hagamos todos, que el
Dinero del Estado consista en la suma del dinerillo de los
subditos. Y sin embargo, hay que seguir cobrando
impuestos, porque hay que seguir haciéndoles la puñeta a
los contribuyentes, lo cual es una necesidad primaria para
el Estado, lo mismo que para el Capital.
Lo que se quiere conseguir es que todos seamos
Hacienda, o sea contables y dinero. Pero eso toca a la
costitución del Hombre en el Estado de Bienestar, sobre la
que ahora hemos de volver.
Del hombre que aman la Banca y el Estado
Porque es que, en la Sociedad del Bienestar, la Banca y la
Empresa y el Estado (que ya hemos visto que son 3
personas distintas y un sólo Dios verdadero) son
humanistas como nadie, como nunca (motivo, dicho sea de
paso, para que los no conformes se guarden mucho de
serlo de aquí en adelante: ser humanista en estos tiempos
es algo como ser filósofo o teósofo o cualquier cosa de
ésas), y todo su interés está en el Hombre: el Hombre es
verdaderamente su interés. Y el juego de palabras no es
mío, sino de la Banca, una francesa que lo proclamaba así
hace unos 15 años (con otro juego de palabras:
'capital'='de primera importancia'): «Para nosotros, su
interés de V. es capital»; que podría ponerse del revés, «Su
capital es nuestro interés», o sea, aplicándole la fórmula
del Interés, «Su capital de V. es nuestro capital»; con lo
cual probablemente no mentían. O como algunos Altos
Tenderos se proclamaban «Especialistas en Ti».
Hay pués que averiguar qué especie de hombre es ése
con el que hablan y al que aman Empresa, Estado y Banca.
Es, desde luego, un Individuo Personal, una Persona:
vamos, como Usted mismo, con tal de que V. sea V. y se
deje de dudas y borrosidades. A ése es al que Ellos aspiran
a formar en masa, la Masa de Individuos, sumables todos,
pero cada uno uno.
Para esa formación, el Régimen del Bienestar dispone
de múltiples procedimientos, entre ellos, los Medios de
Formación de Masas (de Individuos); pero hoy nos toca
fijarnos en los que más inmediatamente forman al Hombre
por medio de su manejo de dinero.
No basta ya, en efecto, con que el Capital se cuide de
que la vida y la razón estén entretenidas la mitad del
tiempo tratando de la compra del chalé adosado, del
nuevo auto, del nuevo televisor, y con las discusiones (y la
práctica) de competiciones deportivas y la compra de
entradas para la aparición en estadio del Roquero Infame
(todo lo cual es también dinero, puesto que es números),
sino que el Estado acude en ayuda, para que la otra mitad
se llene con la charla comparativa entre amigos sobre lo
que uno desgrava o el otro deduce, la apasionante trata
con los Ejecutivos del Fisco, la busca, con ayuda del
Asesor Fiscal, de la manera de que la defraudación en la
Declaración de uno se mantenga dentro de las normas
tácitamente admitidas..., en fin, la tira, la vida entera.
Es ilustrativo comparar dos de los tipos de consultorio
radiofónico de más éxito: el de consultas a médicos o
magos sobre los entresijos, peligros y asechanzas de los
mecanismos del propio cuerpo, y el de las consultas a
Técnicos de las Finanzas, en que el viejecito jubilado dice:
«Y dígame usted, señor Mengánez: ¿debo incluir el regalo
de una bicicleta a mi nieto en la base imponible, o más
bien en la casilla de las desgravaciones ?» Que así es
como se forma al Hombre: por el aprendizaje del
vocabulario de la hacienda: por la boca muere el pez, y se
convierte en pez pescado.
Que es que no se trata de cultivar en ese Hombre
ningún egoísmo brutal, vago, desmandado, no, sino uno
enteramente regulado y computado por dinero. Ese
egoísmo domesticado y dinerario es el que la Democracia
Desarrollada promueve en cada uno de los elementos de
sus Futuras Mayorías.
El hombre que no sabe hablar más que de dinero (así
sea el de su operación de hígado o el del traspaso de un
futbolista de su equipo), que no piensa más que en forma
de dinero, ése es el Hombre del Fin de la Historia, que
decía el otro: el que la Empresa necesita para formar lo
mismo sus Ejecutivos que sus clientes, y que el Estado
procura hacérselo lo más perfecto.
Ese Hombre ¿tiene dinero? Tener... ¿cómo se puede
tener una cosa tan astracta y tan sublime, cómo se puede
tener números? No: ese hombre ES dinero. Pero cómo a la
gente se la convierte en el Hombre que es dinero, vamos a
verlo más despacio.
De la prostitución universal
De cómo en el Desarrollo las cosas se subliman en
forma de dinero y cómo correspondientemente las
Personas, que al fin son también reales, se hacen ellas
mismas también dinero, es de lo que estos días estábamos
tratando. Y a tal propósito, un estudio de cómo se ha
generalizado en este mundo la istitución de la prostitución,
el oficio más viejo del mundo, como dice el pueblo con más
razón de lo que pueden entender los Individuos, parece
pertinente.
Para ello, conviene primero examinar un poco la
prostitución en sentido estricto, esto es, la de las mujeres.
Que su prostitución es la istitución más vieja de la Historia
se entiende recordando que la Historia misma comienza
con el sometimiento de las mujeres (y de su amor y su
peligro) al Sexo Dominante (que lo es en toda sociedad
histórica: todas son patriarcales, y la Sociedad del
Bienestar, naturalmente, más que todas, pues que en ella
la asimilación de las mujeres al Poder, al Sexo Dominante,
alcanza su grado sumo), y ese sometimiento consiste en
que, como ya vislumbraba Engels, las mujeres se
convierten en la primera forma de dinero.
En una Cultura ya muy avanzada (aunque todavía muy
lejos del Desarrollo) como es la nuestra antigua, el dueño
de la mancebía puede dejar de hielo al pobre jovenzuelo
enamorado anunciándole que ya ha vendido la muchacha
que él amaba (en 20 minas, que calculo como equivalente
vago de unas 750.000 pesetas actuales, lo que suele ser,
desde ahí hasta el triplo, en el mundo helenístico el precio
de un esclavo fuerte o de una esclava hermosa), y
confirmándole así la venta (Plauto, Ps 347): «amicam tuam
esse factam argenteam», «que tu amiga se ha hecho de
plata», esto es, se ha convertido en dinero.
Y así, ya sea por la prostitución al menudeo, ya sea por
el matrimonio, con o sin dotes o arras numeradas (que en
el Desarrollo toman la forma de participación de la Pareja,
con el ingreso del trabajo de ambos componentes, en la
conjunta economía, de modo que la igualación del dinero
iguala los sexos, naturalmente en la forma del Masculino),
se han venido vendiendo a lo largo de la Historia entera
las mujeres.
Que en el Desarrollo la prostitución de mujeres, la
dedicación de las mujeres a trocar sus encantos o favores
por dinero, haya alcanzado (no importan los restos
míseros de prostitución de tipo más arcaico) la dignidad y
el estatuto que se sabe, de tal modo que puedan las putas
de cierto standing anunciarse entre las otras Profesiones
en la Prensa sería (p.ej. como acompañantes
finisemanales de Ejecutivos del Capital o del Estado), o
venderles tranquilamente las niñas bien hechas sus
encantos a las portadas de revistas o a los vídeos, o en
fin, organizarse en Sindicatos (al menos de putas de
autopista para arriba), no es más que una indicación de la
condición esencialmente prostituta de la Sociedad del
Bienestar entera (hace poco tuve ocasión en EL PAÍS de
utilizar el caso de las encuestas sobre si vendería V. una
noche de su pareja por 1.000.000 de dólares), y viene a
probar que la Sociedad del Bienestar es la culminación del
desarrollo de la Historia.
No puede el Hombre del Bienestar promocionar la
prostitución de sus mujeres sin que Él mismo resulte
implicado en el manejo. Y eso es lo que estamos
descubriendo hoy en este análisis: que el esquema de la
prostitución («Te has hecho de plata, amigo», e.e. «Te has
vendido», e.e. «Te has hecho dinero») aparece en el
Bienestar generalizado, istitucionalizado, por medio lo
mismo de la Banca que de las oficinas del Fisco del Estado-
Capital; y, como ya no es deshonroso hablar de dinero ni
venderse, sino lo más honroso, franco y verdadero, esa
venta del hombre, no el tener dinero, sino el ser dinero, es
el fundamento declarado de todo el Estado de Bienestar.
Pero hay que distinguir: no se trata ya de vender el
trabajo de uno, de cobrar por lo que hace (que eso es la
istitución del Trabajo en las economías más arcaicas), sino
de venderse uno mismo, de hacerse uno mismo valor en el
Mercado, de ser uno literalmente, numéricamente, su
propio interés y Capital. Eso es lo que estudiaremos algo
más en la siguiente entrega.
Del valor de la Firma personal
Esto es lo que veíamos: que no se trata ya, en el
Desarrollo, de tener dinero, de ganar dinero por el trabajo,
sino de ser dinero, las Personas lo mismo que las cosas.
Ya la idea democrática fundamental sobre la que este
mundo se ha desarrollado, la de contar como unidad el
voto de la Persona para que la suma arroje una Mayoría
computada que valga (dejando el resto como cuantía
negligible) como equivalente del total, tiene en sí el sello
de la contabilidad de las Personas. Pero todo lo que se
cuenta es Tiempo, y el Dinero en su pleno desarrollo es
Tiempo (Crédito, Futuro), y por tanto la numerificación de
las Personas las trata ya como una especie de Dinero.
Siendo la fe en el Hombre (e.e. el Individuo Personal,
como el otro día lo describíamos) la Fe fundamental del
Desarrollo (motivo más que suficiente para que los
disconformes no participen de esa fe), es natural que,
siendo el Dinero desarrollado puro Crédito, ese Crédito
esté garantizado, no ya por riquezas verdaderas ni obras
útiles y palpables, sino por el Nombre, por la Firma. Ése es
el solo fundamento de valor en el Mercado y en la Banca, y
también en el juego político entre esas Personas Conjuntas
que son los Estados del Desarrollo.
Lo mismo la firma reconocida del cheque personal que
las transacciones y compras de Nombre de las grandes
Empresas y los Bancos, que el cultivo de la Imagen de
p.ej. España entre los Estados del Desarrollo, imagen que
se sabe traducida inmediatamente en Crédito, nos dan
muestras visibles de cómo el Dinero del Bienestar no
puede consistir en otra cosa que en el Nombre y en la
Firma.
¿Cómo se adquiere crédito, cómo un Nombre se hace
fundamento de valor? Por supuesto, vendiéndose: sólo
vendiéndose se hace uno dinero, lo mismo que sólo
obedeciendo al Poder alcanza poder uno. Con lo que no
puede contarse ya es con que el Crédito esté fundado en
riquezas palpables, en bienes útiles para la gente, ni en la
producción de las obras de uno ni en la de las Empreas
(incluida la Banca, que descaradamente no produce
producto alguno) ni en el Crédito de los Estados (ni oro en
las bodegas ni nada de eso), porque eso eran tal vez
fundamentos del Crédito en los regímenes anteriores
(antes de la conversión de cosas y personas en dinero),
pero no en el Bienestar.
Lo que en cambio sí juega en él primordialmente para
la adquisición de crédito es el marketing del Nombre,
la suprema industria del Desarrollo, que es la industria de
la Venta. A eso se dedica cualquier manager de
cualquier estrello, que sabe bien que la voz o las cuerdas
o la habilidad que sea era, lo más, el punto de partida,
pero que lo que va a asegurar la sucesiva capitalización es
el manejo del Nombre y de la Estampa Personal (en TV
esencialmente: sólo el que aparece en Televisión existe);
pero es a lo que se dedica también enorme parte del
presupuesto de los Estados: a promocionar la Imagen de
España, por ejemplo. El Crédito engendra Crédito (el vacío
engendra vacío —glosaría tal vez alguna maliciosa).
Pero ¿a qué vamos a buscar otras muestras, cuando
las más vistosas las tenemos en el reino de la Cultura,
siendo la Cultura la oficina principal de los Estados del
Desarrollo? Pues ahí, basta con ver un poco en qué
consiste el valor de un cuadro, por ejemplo: ¿quién se
acuerda de si había alguna habilidad especial (o al menos
algún ¡genio!) cuando la primera Promocionadora del
Artista empezó a promocionarlo, a ganarle nombre? En la
medida que la operación ha tenido éxito, es ya sola la
firma la que garantiza el valor del cuadro. Y una vez que el
artista se ha vendido y que, en pago, su firma ha adquirido
crédito, ya la firma sola se encarga de aumentarlo, y lo
que él produzca no será más que pretesto para las
paparruchas que suelten los críticos de Arte, agentes del
marketing de la Cultura, que también les pagará con su
parte de dinero en Crédito.
Pero el caso de las Artes no es más que una muestra
(en verdad, tan evidente que no sé cómo, viendo lo que
pasa con la firma de un cuadro, puede alguien dudar del
análisis que estoy haciendo), y debe generalizarse a los
modos de venta de la Persona. Sin embargo, conviene
que, después de los Artistas, lo veamos también con otras
clases de Personajes.
De la necesaria modestia de los Ejecutivos
Hablando del valor (en dinero) de la Persona en el
Desarrollo, después de citar los casos más vistosos de los
Estrellos y Artistos promocionados, conviene considerar
los de otros Personajes, que, teniendo igualmente imagen
(esencialmente, en la Televisión) y Nombre Propio
cotizado, gozan por tanto también de Crédito, son dinero:
los Ejecutivos del Capital y del Estado, Directivos de Gran
Empresa y Dirigentes de Banca (que generalmente son los
mismos) y Políticos del Desarrollo, que no deben
estrañarse de verse metidos en el mismo saco, una vez
que hemos visto cómo en el Bienestar Capital y Estado
han realizado su fusión y no hay más Política que la
Economía ni más Idea que el Dinero.
(Bien desearía meter un paréntesis esceptuador para
los muchos amigos que se metieron en ello, con ideas de
Regímenes pasados, y se han encontrado en esto,
agitándose por ende en conflictos con los que no saben
qué hacer, y que los hacen más simpáticos, como a todo el
que padece en vivo contradicciones; pero ¡qué se le va a
hacer!: aquí vamos de prisa, y lo que importa es
generalizar.)
Pues bien: si nos permitiéramos creer que hay otras
épocas (aparte de ésta, donde están todas y que no es
ninguna), la comparación con los Grandes de otras épocas,
hasta los Ford, los Rotschild y los Roosevelt (o los Hítleres
y Estalines, para el caso), que tan llenos de rasgo, color,
aureola de gloria o atrocidad, nos presenta la Historia,
pondría de relieve la notable palidez que caracteriza a los
Ejecutivos del Desarrollo; los cuales, cada vez más,
parecen necesitar una condición de mediocridad que los
haga intercambiables sin alteración alguna para el
Régimen; de manera que cada vez el sustento de su
Imagen y su Nombre necesita más derroche de bombo
radiofónico, exaltación en titulares de Prensa, y sobre
todo, más pantallazo televisivo: sólo así se consigue que la
gente retenga, un día, unos años, sus Nombres y sus
Efigies, y que crea que son Personas las que rigen de veras
los destinos de los Estados, de las Empresas y la Banca;
creencia con la cual la gente, a su vez, queda convertida
en Masa de Personas.
Es importante examinar esa condición, aparentemente
paradójica, de la modestia que tienen que tener los
Ejecutivos del Desarrollo para poderse vender con éxito,
para ganarse la promoción y exaltación a las cumbres del
Crédito y el Nombre.
Pero eso se entiende bastante pronto, recordando que
en la Sociedad del Bienestar el trepar en la Pirámide del
Poder es equivalente riguroso de venderse; ahora bien,
para venderse, tienen que comprarlo a uno; y ¿cómo se
consigue que quieran comprarlo a uno el Estado o el
Capital?: pues, como Ellos son Crédito y fundados en la Fe,
la condición será la de la Fe: que uno se lo crea bien, y ya
tiene crédito, ya trepa. El Señor reconoce bien esa
capacidad de Fe en sus candidatos a Ejecutivo; y aunque,
por lo demás, los escoja a veces entre los que son
bastante listos (otras veces no: hay veces que conviene
más bien que sean torpes, depende del sitio y el
momento), de lo que no puede prescindir es de que se lo
crean, de que tengan Fe.
Pero héte aquí que la Fe es lo contrario de la
inteligencia: lo más, permite unas ciertas habilidades
computacionales, alguna capacidad estratégica de
clasificación, de previsión y planeamiento; pero encasillar
es negarse a las posibilidades infinitas, preveer es impedir
la acción, negativa y creadora, al dar por seguros (como el
Crédito necesita) los caminos del Futuro; y así la Fe mata
el entendimiento.
En verdad, inteligente no es Persona alguna: inteligente
(como en el libro de Heráclito se formulaba) no hay más
que el lenguaje mismo, el lenguaje común y popular, que
se opone a la jerga de los Políticos y Banqueros, y también
a la de Filósofos y Literatos de la Cultura.
Por eso es tan importante para la vida del pueblo, para
la rebelión siempre posible, negarse a aprender la jerga de
los Ejecutivos, negarse p.ej., como el otro día decíamos, a
aprenderse la del Fisco; y más aún: negarse a aprenderse
los Nombres de los Ejecutivos (¡ni siquiera para insultarlos
por las tapias!), negarse a ver sus imágenes en la Pantalla.
No creer —eso es lo primero. Y así poderles decir a los
Ejecutivos del Poder y del Dinero: no queremos vuestro
vocabulario, vuestros Nombres y vuestras siglas, que no
sabemos lo que significan: nosotros tenemos el lenguaje
que nadie manipula, el lenguaje de cualquiera, que sabe
siempre, por lo menos, decir NO.
Que librarse del Dinero implica librarse de la Persona
A propósito de diversos tipos de Personajes, hemos
visto cómo la condición de la Fe en el Régimen (el
creérselo, y opinar, y decidir, pero no dejarse pensar
nunca) era la necesaria para que ellos se vendieran con
éxito, que los comprase, como Ejecutivos, el Estado o la
Banca (da lo mismo), y que en consecuencia adquiriesen
crédito, se hiciesen dinero, y, siendo en el Bienestar el
Poder lo mismo que el Dinero, tuviesen Poder —
naturalmente, sólo para hacer lo que está mandado, lo que
ya está hecho.
Por tanto, cuando el pueblo, eso que está por debajo de
los Personajes, aspire a librarse del Poder que hoy lo
oprime y trata de reducirlo a Masa de Individuos (la
aspiración impenitente que, para el Estado de Bienestar,
corresponde a aquello que antaño se decía, tan confusa- y
traidoramente, la revolución), tiene que sacar aliento para
ello de la sola virtud popular, que es el no creer (en virtud
de ella 'pueblo' es lo contrario de la Masa de Individuos,
solidaria en una Fe), y especialmente, no creer que sean
Personas, coscientemente, voluntariamente, las que
mueven y dirigen el Dinero y Poder que administran la
muerte de la gente.
Por el contrario, tiene el pueblo que saber vivir en el
recuerdo de las palabras de Cristo en la cruz, «No saben lo
que hacen»; y que eso se aplica más rigurosamente
cuanto más alto en la Pirámide se halla la Persona, puesto
que hemos visto que la condición para trepar por ella es la
Fe, y más Fe cuanto más alto. Así que no debe el pueblo
caer en el engaño de la atribución a personajes
maquiavélicos de las barbaries del Desarrollo: no se trata
de Fulano ni Mengano, indiferentemente intercambiables,
sino de Estado y Capital.
Pero también, siguiendo las razones de Sócrates
siempre vivas, hay que recordar que eso de no saber lo
que hacemos es condición de todos, de cualquiera (el solo
inteligente es el lenguaje, que es todos y no es nadie),
pero que todavía hay una diferencia radical entre los que,
encima de no saber lo que hacen, se creen que sí lo
saben, y así proceden a obedecer al Capital y Estado, y
aquéllos otros que, no sabiendo lo que hacemos, asimismo
no nos creemos que lo sepamos, sino que más bien
andamos a tientas y sin proyecto (animados, no por un
Futuro, sino por la añoranza y el recuerdo de antes de la
Historia), tratando de descubrir caminos no trazados de
antemano, de acabar con el Poder del Capital y liberar las
posibilidades de la vida y de la razón sin fin.
Pero eso implica renunciar a la persona como sujeto
hábil para hacer algo que no sea hacer lo que está hecho,
que no sea ganar dinero y con ello ratificar al Dinero sobre
su trono.
Y por tanto, nada de aquellas ideas de Platón y sus
muchos y confusos seguidores, de imaginar un gobierno
costituido por los Sabios o Filósofos: pero ¡cómo!, si eso es
lo que tenemos precisamente en la Sociedad del
Bienestar, siendo los Filósofos no otros que los Altos
Ejecutivos de la Economía y de la Física sumisas, que se lo
saben y creen en lo que saben, y que, como Ellos mismos
dicen a ratos, tienen su filosofía.
Pero tampoco nada de aquellas otras imaginerías
fundadas en una fe en la agrupación y solidaridad de los
oprimidos, que tomaban el Poder y se costituían en
Democracias Iluminadas: eso es justamente lo que ha
venido a dar en el Ideal del Desarrollo, que quiere
remplazar a todos (con sus restos de pueblo por lo bajo)
por la Mayoría de Individuos, que votan cada uno a
conciencia y a voluntad y creen que saben lo que compran
cuando se venden.
Ningún proyecto que cuente con la Persona puede de
veras oponerse al Régimen que padecemos. Pero esto a
las Personas nos es tan duro de entender, naturalmente,
que todavía tendremos que dedicarle la siguiente entrega.
De los Sindicatos al psicoanálisis
No, no hay compatibilidad ninguna entre la aspiración a
librarse del Poder (del Dinero) y el respeto y fe de la
Persona, puesto que la Persona ha venido a ser dinero ella
misma.
Si quisiéramos una muestra fulgurante, bastaría con
mirar a los Sindicatos: la necesidad de ganarse
contingentes de Trabajadores (obediencia a la ley
democrática de las Mayorías) obliga a los líderes a
respetar, lo primero, los derechos de la Persona
Trabajadora (y a no asustarla como tal Persona), lo cual, a
su vez, viene a dar en respetar la noción misma de
'trabajo' (y hasta honrarla, cantando el himno del Trabajo
en unísono con los Patrones), y tras el Trabajo, el Dinero
mismo; de modo que, con el Desarrollo, el Sindicato queda
reducido a oficina colaboradora con la Banca y el Estado
en el sustento del Capital; sustento que en la Sociedad del
Bienestar (donde el Trabajo es ya descaradamente
producción de inutilidades y creación de necesidades)
consiste en su movimiento, esto es, en la regulación de la
carrera de precios y salarios, en el mantenimiento y
regateo de la tasa de Paro, en las cuentas de la creación
de Puestos de Trabajo; en fin, un juego necesario para el
Dinero, para el Estado y para el estatuto personal del
Trabajador, pero para nadie más.
Y, ciertamente, es que es «muy humano» atender lo
primero a las necesidades (por más que sean necesidades
fabricadas) de los trabajadores, activos o parados, cosa
que, aparte de los Sindicatos, también hace a su manera
Cáritas Diocesana, y lo hacemos casi cualquiera, cuando,
al pedirnos alguien, por las calles del Bienestar, una
moneda, nos es más cómodo soltarla que pararnos a
discutir el caso. Pero lo que no tiene perdón del diablo es
confundir eso con la rebelión contra el Dinero, cuando eso
mismo está ratificando la idea de que, al fin, de lo que se
trata es de dinero.
No: dada la condición esquizofrénica que a la Persona
le corresponde normalmente en el Bienestar, lo sólo
razonable que nos cabe con ese asunto es seguir el
consejo del Evangelio: «Que tu mano izquierda no sepa lo
que hace tu derecha» (ni viceversa).
No son pués las Personas, ni los Grupos de Personas y
su solidaridad entre sí como Personas, lo que puede hacer
de veras contradicción ninguna con el dominio del Estado-
Capital: contra eso sólo vale lo que siga vivo de pueblo no
personal ni contable, lo que viva por debajo de las
Personas que se creen que saben lo que hacen y que
creen en el futuro a que las condenan; lo que siga
viviendo y razonando en todos, que somos lo contrario de
la Mayoría.
Y lo que siga viviendo en cada uno, en contradicción
con su propia Persona, naturalmente; pues esa
contradicción sólo la ha superado el súbdito ideal del
Capital-Estado: el muerto. Y es por ello razonable que, en
este análisis de la Sociedad del Bienestar, hayamos tenido
que venir a dar en un psicoanálisis de la Masa de
Personas, que es también psicoanálisis de cada uno de sus
componentes.
Pues también el psicoanálisis o disolución del alma
surgió para eso, para esa lucha y liberación, cuando a
Freud se le ocurrió (en contradicción consigo mismo), por
más que luego haya corrido, con los Sindicatos, la suerte
que sabemos, de convertirse en industria de reintegración
al Orden.
Pero se trataba de eso: de descubrir en las Masas lo que
podríamos decir su subcosciencia superficial, y liberar así
lo que en cada uno no sea individual (e.e. económico), sino
otra cosa.
Pero este análisis está ya, seguro, suscitando grandes
dudas y dificultades sobre cómo pensar el derrumbe de
esta Sociedad del Bienestar y cómo podría haber vida y
razón sin costitución de las Personas: ¡tan primero y
natural se nos ha vuelto ya el Dinero! Así que a esas
dificultades que a muchos personalmente nos asaltan
habrá que dedicar compasivamente el resto de las
entregas de este análisis que proseguimos.
Lo fácil que es derrocar el Régimen
Al proseguir este análisis del Régimen del Desarrollo y
descubrir la falsedad de sus fundamentos, parece que el
análisis mismo nos obliga a pensar en lo que podría no ser
esto, a pensar, esto es, en el derrumbamiento de este
Régimen y en qué sería una vida de la gente que no
estuviera regida por el Dinero; y hay entonces que tomar
nota de las enormes dificultades de imaginar esa otra cosa
y de liberarnos del miedo que ese abandono del Régimen
del Dinero (que, como todos los regímenes, se vende como
el único posible) mete en las almas de la Masa y de cada
uno.
Pero, antes de intentar sacudirnos de ese miedo y
examinar las dificultades, hay que hacerse cargo de lo fácil
que es el derrocamiento de este Régimen.
Su fuerza es su debilidad. Su fuerza es, como hemos
visto, la fuerza del vacío: el Dinero mismo, para alcanzar
su más potente dominio sobre el pueblo, ha tenido que
volverse cada vez más astracto y más sublime; de tal
manera que ya, mientras el dinerillo de la gente mantiene
una cierta condición arcaica y la ilusión de que vale por
cosas que no son a su vez dinero, en el Dinero divino y
verdadero, el de la Gran Empresa, la Banca y los Estados,
no queda nada de eso, y todo su valor consiste en el
Crédito, en la creencia firme de que el Mañana es de Ellos,
de que van a seguir por siempre jugando con el Tiempo,
con las Firmas y los Nombres a los que el Crédito se
adhiere.
Vivimos pués en el reino de la Fe; y con el Desarrollo
no ha hecho sino avanzar el proceso de las Religiones
anteriores, que cada vez tenían que hacer que sus Dioses,
para mayor dominio, fuesen más astractos y sublimes. Y,
por tanto, para el derrocamiento de esta Religión última
(la Economía, la Idea del Dinero), basta con que se
divulgue un tanto la sospecha de lo vano de esa Fe: que
se produzca un descubrimiento del vacío de Dios, un poco
al modo de lo que Tácito (Hist V 9) cuenta que se produjo
cuando Pompeyo, venciendo a los judíos y iure
uictoriae, entró por primera vez en el Templo de
Jerusalén: inde uolgatum nulla intus deum effigie uacuam
sedem et inania arcana, «de ahí se hizo público que, no
habiendo dentro imagen de dioses ninguna, estaba el sitio
vacío y eran vanos los misterios», que podríamos glosar
como «que los misterios era el vacío».
No hacen falta pués bombas ni metralla contra los frágiles
muros de Bancos y Ministerios (que, al revés, serían
probablemente contraproducentes, pues no harían más que
contribuir a poner en marcha nuevas edificaciones de la nada
en cemento, carpintería metálica y vitrofibropuñetas, y a la
creación de unos miles de Puestos de Trabajo), no, ni hace
falta que vengan a acabar con este Imperio hordas de esos
Extraterrestres que (para ilusión de una estranjeridad,
amenazante y doméstica al mismo tiempo) imbuye en las
mentes de la Masa el Capital-Estado con la Ciencia a su
servicio. Si se quiere un modelo, seguro que ni siquiera para
el derrumbamiento del Imperio Romano hizo mucha falta que
acudieran los Bárbaros del Norte, que poco habrían hecho si
la Fe en Roma no hubiera lo primero perdido crédito y
dominio entre la población y sus dirigentes.
Basta con que un rumor de duda, un hálito de
sospecha, en estas oficinas y en las otras, en aquel
pináculo de consorcios o en el de más allá, vaya cundiendo
lo bastante (¿no nos dan ya un adelanto las tremebundas
fluctuaciones de los Grandes Mercados y la Bolsa
promovidas por una noticia insignificante, un par de
imágenes sin sustancia que los Medios hayan divulgado?)
para que amenace el descubrimiento del vacío del Dios-
Dinero, para que rápidamente se resquebraje y se
derrumbe un Imperio que está fundado todo en el Crédito,
en la Fe. Y esa caída de la Fe en el Dinero arrastra consigo
una pérdida de la Fe en la Ciencia de la Realidad, puesto
que ella estaba también al servicio del Dinero.
Cierto que —dirán enseguida los lectores de buen
sentido—, mientras el derrumbamiento se produce, ¿qué
pasa con la gente que no se lo creía tanto? Mientras
descubren el vacío del Dinero, mientras le dicen NO a la
Fe, esas bocas tienen que seguir comiendo pan, ¿o no?
Pues sí: a eso vamos.
¿Qué puede remplazar al estímulo dinerario?
Sí: hay que reconocer esto lo primero, si no queremos
caer a nuestra vez en ilusiones: habrá el dinero llegado
con el Desarrollo a la suma astracción y sublimidad, no
servirá el dinero ya para comprar más que dinero, será el
Dinero una ilusión, pero lo cierto es que, sin embargo, si
las cosas funcionan así de bien como funcionan en la
Sociedad del Bienestar, es sólo gracias a la ilusión esa del
Dinero.
Y es natural: ya hemos visto que al Hombre (al
Individuo) se le ha hecho dinero a él mismo en este tipo de
Sociedad, y desde ese momento, nada que no sea la
ilusión de ganar más, de hacerse uno más dinero, puede
moverle ni para trabajo ni para ingenio ni para empresa
alguna: anulado todo interés por las cosas palpables (y por
las gentes palpables igualmente), su aspiración al Bien no
podrá tomar otra forma que la de los números de la
cuenta, lo que, con manejo y pretesto de las cosas (y
personas), va a ganar en números la cuenta personal de
uno, o la de su Empresa, o la de su Estado, que es lo
mismo.
Que ése es el único motor que mueve el Mundo lo
reconocen bien los Ejecutivos de Dios, lo mismo cuando
calculan (y discuten con los Sindicatos) la tasa del
Incentivo que pueda mover a los trabajadores a seguir
produciendo inutilidades, que cuando entran, como
políticos, en esas disputas, tan estúpidas como prácticas,
de si lo que hay que hacer es entregar al Capital Privado la
gestión de las Empresas, ya que es claro que el estímulo
dinerario las va a hacer funcionar mejor, o si, por el
contrario (que es lo mismo), lo que tiene que hacer el
Estado en sus gestiones es imitar a la Empresa Privada en
la aplicación del Criterio de Rentabilidad y estimular
(dinerariamente, claro) a sus propios Ejecutivos, de modo
que tengan tanto interés como los Ejecutivos del Capital
en la promoción de la gestión estatal que sea.
Pero estos otros que no somos ejecutivos (o lo somos
malos) tenemos asimismo que reconocerlo: lo único que
mueve al Hombre en este Régimen del Bienestar es el
Ideal, la Fe, o séase el Dinero: sólo por Él tenemos esta
abundancia (aunque sea de sustitutos), sólo por Él
funcionan (aunque sea en falso) los engranajes de este
Mundo; y, si soñamos en el derrocamiento del Régimen,
no podemos menos de soñar, como soñadores prácticos y
sensatos, en si hay o no algo que sirva de motor (aunque
no sea tan eficaz) cuando la Fe en el Dinero se haya roto.
Y, sin contar, desde luego, con la Mayoría (la Mayoría
ya se sabe cómo es: está amasada por la Fe), nos
preguntamos si habrá por acá abajo algo que nos valga
para el caso, que nos susurre que el Dinero no era todo.
Pero, para ello, el considerar algunos planes del Ideal
dominante para sus poblaciones puede que nos dé luces.
Se trata, como se sabe, de pasar al Sector Terciario. El
desarrollo de un Estado se mide por la proporción entre
los 3 Sectores: el Primario, la dedicación de mucha
población a la labranza de la tierra, es lo más bajo y
despreciado para el Ideal; el Secundario, la dedicación a la
trasformación de las materias primas en objetos
«humanos», industriales, eso era el Trabajo verdadero en
los tiempos de la visión de Marx, y en el Desarrollo
mantiene una dignidad media; pero lo bueno de veras
para el Desarrollo es el Sector Terciario, la dedicación a la
producción de nada, y el Estado que más población ha
hecho pasar a ese Sector, ése es el más desarrollado. El
día que todos seamos funcionarios de Banca y nos
dediquemos a intercambiarnos cifras (en la sabia utopía
del EREHWON de Samuel Butler la gente acude a los
Bancos de Música a dedicarse a una tarea casi tan etérea
como ésa), entonces se habrá cumplido el Ideal.
Pero y eso ¿cómo se sostiene? —nos preguntamos los
groseros hijos del común—: ¿por magia? Y sospechamos
que no: que por debajo del ideal y del Dinero sigue la
madre tierra dando pan, los bienes palpables de los que se
nutren todos los ideales y las locuras de sus hijos. Hay algo
ahí abajo. Y ¿en qué otro sitio va a buscar la gente
desengañada relevos del Dinero, sino en la tierra, en lo de
abajo?
Pero esto no es más que una ispiración: cómo puede
venir a dar en una táctica de remplazamiento del estímulo
dinerario, lo estudiaremos a seguido.
Del criterio de utilidad y de las máquinas
El Imperio del Desarrollo necesita como su industria
primaria la creación de necesidades, a fin de mantener la
ilusión de que el Dinero sirve para satisfacer las tales
necesidades. Negarse a la creación de necesidades es algo
que sólo podremos hacer la gente (lo que de pueblo quede
entre nosotros y en cada uno) gracias a que sintamos que
hay, no «necesidades naturales», pero sí bienes palpables
y sensibles que no consistan en su idea, que no los haya el
Dinero fabricado ni vendido.
Gracias a eso podemos, en medio de todo el vértigo de
los números del Desarrollo, acudir a un sentimiento de
utilidad no regido por el Dinero: distinguir, pese a todo,
entre lo que sirve para comprarlo, para tenerlo, para
venderlo, y lo que sirve para otras cosas; sin olvidar que el
Ideal del Desarrollo no es, al fin, más que la perfección de
una mentira que está en la raíz de la Historia misma,
desde que hay Leyes y Administración de la Justicia:
aquélla que quería hacer creer que la propiedad es
compatible con el usufructo, y hasta sometía el usufructo a
la propiedad. Por acá abajo no nos lo creemos: sabemos
de la dulzura de «la fruta del cercado ajeno», que sabía
decir hasta el gentilhombre Garcilaso, y declaramos que
usar no es tener: que o la tienes o la gozas, pero las dos,
no.
Es en virtud de ese sentimiento de la utilidad que no se
vende, en virtud de un sentido común, como
distinguimos, por ejemplo, entre ser propietario de un
medio de trasporte (el Ideal Democrático plasmándose en
el Auto Personal) y montarse en un medio de trasporte
que pase cerca para hacer algún viajecillo que se nos
tercie. Ahí está la lucha contra el Auto Personal (con su
reata de autobuses, autocares y camiones) apoyándose en
los medios de trasporte útiles, trenes, tranvías y demás,
que, como no se prestan a la Propiedad, no le sirven al
Desarrollo.
Hablamos del uso de las máquinas. Cantamos la
utilidad de los ingenios inventados por los abuelos (que los
abuelos los inventaran y promocionaran por los más
negros egoísmos burgueses y esplotatorios, nos importa
un bledo, con tal de que resulte algo de utilidad para la
gente: por fortuna, los hombres no saben lo que hacen),
los ingenios que venían a acabar con el Trabajo y su falsa
necesidad.
Una de las más insignes imbecilidades con que los
Ejecutivos del Desarrollo suelen salirle a la gente que pone
en duda el Régimen es que, entonces, renunciamos al
poder de los ingenios mecánicos, perdemos los beneficios
del Progreso; y hacen como que defienden a las máquinas,
como si fueran Ellos los que las han inventado, y no más
bien los que las han estropeado todo lo que han podido y
han reducido a la inutilidad la utilidad de muchos de los
artilugios del Progreso de los abuelos, sobre todo por la
intromisión de nuevos chismes no pedidos por ninguna
necesidad ni deseo de la gente, sino sólo útiles para su
venta.
Han matado la utilidad de las máquinas, que venían a
demostrar que el Trabajo, la condena de Jehová, era un
fantasma, y que, gracias a los esclavos mecánicos, no
hacía falta que la gente siguiera trabajando; o, vamos,
muy poquito, casi nada: ahí viene la noción, popular como
pocas y de sentido común elemental, de los turnos,
repugnante a los Ejecutivos del Desarrollo, que, por el
contrario, tienen que dedicarse a la creación de Puestos
de Trabajo.
No se trata pues de renunciar a las máquinas, sino de
usarlas: usarlas para algo que no sea para venderlas, ni
para comprarlas, ni para tenerlas, sino, sencillamente,
para otra cosa. Un firme, bajo y grosero criterio de utilidad
es todo lo que se requiere para distinguir entre los
ingenios que sirven para no trabajar y pasárselo
dulcemente, y los que sirven para crear necesidades, para
seguir haciendo trabajar sin necesidad, para divertir a las
Masas o hacerles hacer deporte a los Individuos cuando no
trabajan, y, en fin, para mover el Capital y mantener las
istituciones del Estado.
Sentido común y criterio de utilidad no les sirven al
Estado y Capital para sus fines: por eso le sirven a la gente
del común que quede viva. Y todavía nos pararemos un
momento en esa contradicción.
No tirar nada bueno a la basura
Hemos hecho asomar la enemistad sin cuartel entre el
sentido de la utilidad, arma del pueblo, y el Estado del
Desarrollo, que sólo puede mantenerse por medio de la
creación de necesidades, la proliferación de productos
inútiles (sólo útiles para su venta) y el mantenimiento de
la sumisión a la Ley del Trabajo, no necesario para la
gente, pero sí para el movimiento del Capital, un Trabajo
vano (las horas vacías con que se cuenta son las mismas
que cuesta comprar su producto inútil: Tiempo te vendo,
en Tiempo me pagas: en eso ha venido a dar la plusvalía),
que, como tal, requiere a su vez una diversión vana,
contada en un Tiempo del mismo orden que el del Trabajo
vano.
Ahora bien, nada llega nunca a la perfección del Ideal
Futuro, y es palpable que, en la Sociedad del Bienestar, en
medio del tráfago de nadas, dominante, no pueden por
menos también de producirse muchas cosas buenas, esto
es, de verdad pedidas por los deseos del público sin previa
creación del vacío que haga solicitar su compra. Y
confiamos tal vez en que, a medida que el Ideal del Dinero
cae y pierde su fuerza el estímulo dinerario, en la misma
resucita el sentimiento y sabiduría de las cosas, de las que
eran buenas antes de ser dinero y propiedad de uno.
No hay, por tanto, que perder la cabeza y atribuirle al
Desarrollo todos los bienes de que con el Desarrollo
disfrutamos ni pensar que, derrumbándose la Sociedad del
Bienestar, tienen con ella que perderse las cosas útiles y
placenteras (placer y utilidad son lo mismo, en contra de
lo que enseña la Escuela del Capital-Estado) que la
industria y el ingenio humano no puede menos de producir
aun en medio de todo este tráfago de inutilidades.
Por el contrario: la regla que dicta el sentido común y
el egoísmo sensual (que es el contrario del egoísmo
astracto y dinerario: el deseo de usar contra el ansia de
tener) es la de discernir en este basurero descomunal en
que el Estado- Capital está convirtiendo el mundo (la
producción de basura, de cosas sin valor de uso, es la
producción esencial del Desarrollo), reconocer entre todo
ello lo que son bienes palpables y deseables, y no dejar
que, sean los que sean los trastornos del derrumbe, se
pierda ni una sola de las gracias y los lujos que tuvo que
inventar y producir (para sus fines, pero sin embargo) la
vieja Burguesía y tiene que seguir produciendo la propia
Sociedad del Bienestar.
Pues no se trata de igualar a la población en el
contentamiento con los sustitutos, que es lo que el
Desarrollo tiene como ideal, repartiendo una miseria de
Supermercado entre los millones de sus súbditos, como si
hubiera un stock que administrar equitativamente desde
lo alto (pero es el Dinero el que se cuenta: la riqueza es
incontable), sino, por el contrario, que los palacios y
festines de los príncipes y los burgueses se abran para
todos, que cualquier lujo (de uso, no de propiedad) y todos
los ingenios y las gracias estén al alcance de cualquiera. Y
así, por ejemplo, si alabábamos el ferrocarril, era, entre
otras cosas, porque «el tren nos hace a todos libres y
señores», mientras que «el Auto nos convierte a todos en
chóferes y mecánicos».
Se trata (es una táctica sencilla) de aprovecharse y no
pagar: aprovecharse de todos los inventos y artilugios que
para el disfrute de la vida y la vida de la razón no ha
podido por menos de desarrollar el Capital en su
desarrollo, y no pagar, ni con Trabajo (propiamente dicho,
o sea, para nada: el seguir inventando y fabricando nuevas
cosas, eso no es trabajo) ni con el escamoteo de las cosas
por sus sustitutos, ni con la conversión del alma en dinero,
ni ¡sobre todo! con la confesión de la Fe que el Dios del
Desarrollo exige de sus feligreses, empezando por la
Declaración a Hacienda y terminando con el Cielo de la
Ciencia venal y falsificadora.
¿Es esa táctica posible? Desde luego, para España, para
los Estados Unidos, para Cataluña o para Europa, no es
posible en modo alguno. Pero eso ¿quiere decir que sea en
sí imposible? Eso es lo que vamos a analizar ahora.
¿A quién le hacen falta los Estados?
Es claro que esas cosas que el corazón y la razón están
pidiendo, que el Dinero desaparezca de la haz de la tierra,
que resucite el uso y amor de las cosas palpables en vez
del dominio del Ideal que lo está matando, que, en vez de
trabajar para hacer lo que está hecho, se dejen las manos
y los entendimientos libres para hacer cosas, las que el
deseo y la razón pidan, que, en vez de cumplir el Futuro
fatal trazado desde lo Alto, se deje a la gente inventar
caminos, que se deje vivir en la tierra gente en vez de
Masas de Individuos contadas en unidades y cada unidad
costituida en dinero puro, todo eso es imposible mientras
siga teniéndose que contar con ideas como 'Japón',
'Alemania' o, para el caso, 'Galicia' o 'Tanzania', siempre
formados sobre el mismo modelo del Estado, y se piense
que aquellas deseables trasformaciones se refieren a los
territorios y poblaciones dominados por ideas como ésas.
Eso no tiene sentido ni decirlo.
La caída del Capital arrastra consigo la caída del
Estado, y en la Sociedad del Bienestar más
inevitablemente que en cualquier situación imaginable.
Eso prueba hasta qué punto ha llegado en el Desarrollo el
matrimonio y la identificación de lo uno con lo otro.
Pero ¿a quién le hace falta que haya Francia? A
Francia, indudablemente: no a la gente que rebulla por la
orilla izquierda del Rin o por la cara Norte de los Pirineos;
en todo caso, al Individo ante su televisor o a la Masa en
su estadio, que, al batir la marca el atleta revestido de la
tricolor (importado acaso de Zanzíbar), gritan
emocionados «¡Hemos batido la marca! ¡Hemos
triunfado!» Pero ésos no son gente, sino Francia.
Hay que recordar, una y mil veces, que el deseo aquel
de que el Dinero desaparezca y que vuelvan la vida y la
razón común a gobernarnos, no tiene de utópico, de
imposible en sí, ni pizca: con comunidades tan pequeñas
que los vecinos puedan ser, sin votos ni representantes
democráticos que valgan, los mismos que su
administración y su gobierno, con el sencillo añadido de
unas oficinas y redes de comunicaciones entre las
comunidades del globo, las que de veras se necesiten, es
bastante y está a la mano, de la manera más o menos que
se enunciaba ya en el manifiesto de la comuna
antinacionalista zamorana, que disfruta de la misma salud
que el pueblo todo: que, como no existe, nunca muere.
Y sin embargo, hay que reconocerlo: aterra a las almas
el imaginar la desaparición de España, de Irak, de
Indonesia: mucha sangre inocente se ha vertido a lo largo
de la Historia para sostener esas ideas (en formas más
atrasadas de dominio, sacrificando rebaños de gente,
mejor de la fresca y en flor de vida, que es la más
peligrosa, cuando «el grito de PATRIA zumba», hasta que
ya «no hay un puñado de tierra sin una tumba española»;
y en formas más avanzadas del Mismo, condenando a
muerte en vida a las poblaciones numeradas, ante el
televisor, en el atasco de autos personales, en el estrépito
de discotecas y de estadios), y esa cantidad de muerte
que las Ideas han costado no puede menos de pesar sobre
nuestras conciencias. Pero eso ¿va a servir para mantener
el mismo Aparato que lo ha ejecutado? Más
razonablemente, para aprender a decir así: «Cumplió el
Imperio Romano sus funciones, y las cumplieron el Reino
de Castilla y el de Aragón, y el Imperio Británico y la
Independencia de Venezuela, para llegar a esto. Así tenía
que ser, puesto que así ha sido. Pero eso es la Historia; y
nosotros no estamos en la Historia, sino en esto.»
Más aún: como la Administración está costituida
contando con la idea de los Estados, hay que hacerse
cargo de los enormes trastornos y dificultades que les
esperan a los que quieran volverla a trasformar en la
sencilla administración de las comunidades por la gente,
no más Groenlandias Libres ni Europa Una y Grande,
repitiendo, manteniendo y ampliando la Administración
Estatal con diversos nombres, no más Gobierno desde el
Centro y las Alturas, sino un mínimo gobierno desde abajo
y según la norma de 'Cuanto menos, pues mejor*.
Es duro el cambio, sí; pero, a cambio, ¡el aliento de
pensar el enorme ahorro que ello trae consigo, de tiempo,
de energías, de mentiras!: sólo con imaginar el no tener
que sostener más estos Ideales, ni el Futuro del Desarrollo
ni la imagen de España por el mundo, sólo con calcular por
lo bajo el ahorro de papeleo, de sueldo de Ejecutivos, de
pantallazo de Ordenadores, de Congresos, de Aviones, de
producción de noticias televisivas, a la gente se nos hace
la boca agua.
La serpiente con la paloma
Pero, así como la caída del Capital se mueve por el
amor de las cosas, que Él mata por dinero, así la caída de
los Estados se alimenta del sentimiento de comunidad,
que Ellos tratan de machacar sustituyéndolo por el
Conjunto de Individuos y el voto democrático. Y no hay que
menospreciar la fuerza del Capital y del Estado; que es
aterradora, porque está movida por el Ideal, los Números y
la Fe; mientras que la fuerza para negarlo y derrocarlo, la
del pueblo, no cuenta con esas armas, sino que vive sólo
de una dudosa llamada a los sentidos, de una razón sin
ideas, de una añoranza de la vida. Así que, sabiendo la
diferencia de las fuerzas, toda la astucia será poca para
guardar vivo el sentimiento.
Guardarlo era, en formas más atrasadas del Poder,
guardarlo contra la represión, contra las armas de
reclutadores y de verdugos, contra caciques o
inquisidores; pero en la Sociedad del Bienestar, es ante
todo guardarlo contra la estrategia, más avanzada, de la
asimilación. Cualquier sentimiento puede convertirse en
idea de sí mismo y quedar listo para el cambiazo. Así, por
ejemplo, la ingenua defensa de «la Naturaleza» frente a
los destrozos de Capital y Estado, queda convertida en
Ecología y entra a formar parte de los mecanismos del
Desarrollo; o la ingenua busca de una liberación de la
represión del Alma (que es su costitución), termina
fácilmente en orgía o drogadicción, y entra así también a
servir al Capital y completar con un adorno las mentiras de
la Ciencia.
Por fortuna, en cuanto a inteligencia, como hemos
visto, el Capital-Estado del Desarrollo, al tener que
sostenerse en una Fe cada vez más astracta y pura, no
puede llegar a grandes clarividencias ni sutilezas, ni
emular, desde luego, el Ardid del Espíritu que a través de
Hegel quería declararse como regidor de la Historia (y del
mundo entero), aunque el filósofo lo dejaba entregado a la
ideación y presto a que el Espíritu se encarnara en el
militroncho Bonaparte; más bien tiene el Poder que
contentarse con una cierta idiocia, semejante a la que Él
trata de formar en los Individuos de sus Masas. Y sin
embargo, es lo bastante (bien sentimos cada día la fuerza
de la estupidez) para confundir a la gente, enredarlos en
sus cómputos y proyectos, y hacerles creer en sus
mentiras y que las asimilen como ideas propias, hasta que
se mueran sin darse cuenta de lo que ha pasado.
Por eso, no puede el pueblo rebelde caer en la trampa
de la pureza: no se puede ser puros en este Mundo, sino
ser más bien sinuosos y guardar con ardides y disimulos la
ternura del corazón. Es, como se sabe, la recomendación
del evangelio (Mateos 10, 16): «He aquí que como a
ovejas en medio de lobos os envío: sed pués astutos como
las serpientes y simples como las palomas.» Esa es más o
menos la táctica razonable; y la presión sobre las Personas
para que sus conciencias les exijan pureza, rectitud y
congruencia, es tal vez la última y más difícil de las
trampas, puesto que se nos tiende en nombre de la
Verdad. Verdad le pedían a uno los Comisarios de Policía
(«una declaración sincera») en etapas del Régimen
pasadas; verdad le piden los investigadores del Fisco
(«una declaración sincera») en etapas más avanzadas del
mismo Régimen.
Pero aquí se trata de aprovechar los resquicios y las
contradicciones del Régimen, que son, como hemos
apuntado en este análisis, evidentes (la perfección es sólo
su ideal y su futuro) y son el solo aliento para la vida y la
razón; y para usar esas contradicciones y rendijas, uno
mismo no puede acudir a otra cosa que a sus propias
rendijas y contradicciones: pues es en las imperfecciones
de uno como Persona donde está el pueblo. Es para
guardar eso que en nosotros quede de pueblo y de
recuerdo de lo que era antes de la Historia y de pura
negación de las Ideas, armas del Poder, para lo que las
astucias costantes de la serpiente se requerían. Ni que
decir tiene que, si no hay paloma, no hace falta tampoco la
serpiente.
Pero no debe el Alma dejarse apoquinar ante los que le
piden rectitud y congruencia de sus palabras con la
práctica de su vida: pues el hablar o razonar del pueblo es
praxis y teoría al mismo tiempo; y uno no es el pueblo: uno
no hace la revolución (ni el amor tampoco) ni entra uno en
el paraíso.
De la separación entre lo público y lo privado
Pues ya hace días hemos estudiado un poco cómo es
que el Desarrollo del Capital (y del Estado, que es lo
mismo) ha traído consigo la exaltación del Hombre, esto
es, el Individuo Personal, «maximizador de beneficios»,
como decía aquel insigne Ejecutivo, el Hombre creyente en
el Dinero y costituido por su Fe, con el cual se forman las
Masas de Individuos, que, al querer cada uno lo suyo,
quieren en conjunto lo que Estado y Capital les mandan.
No es, por tanto, de estrañar que la vida privada, el
sagrado respeto de la privada (privacy: los Britanos se nos
adelantaron a acuñar el término), de las opiniones y gustos
de cada uno, florezca más que nunca en el Estado de
Bienestar.
Al mismo tiempo que las casas se sustituyen por pisitos
de bloques de muriendas, los muros que los encuadran,
necesariamente delgados y con fracaso costante de la
insonorización, se vuelven sin embargo más separadores
que nunca y sacrosantos, de modo que jamás un vecino en
su nicho pueda enterarse de que el vecino está en el suyo
yaciendo ante la misma emisión televisiva, pero por su
pantalla propia. Al mismo tiempo que se destruyen los
beneficios de vías de hierro, trenes, tranvías y demás
medios de traslado útiles, se desarrolla el Auto Personal
como centro y símbolo de la Democracia, de modo que
todos vayan más o menos al mismo sitio y a las mismas
horas, pero cada uno por su cuenta.
Todo ello sugiere la importancia primaria que tiene
para el Régimen la Persona, y que, cuanto más el Poder
(que es el Dinero) invade y ocupa las vidas y las razones,
más se hace necesario mantener la ficción de que hay una
vida privada en la que no manda más que uno (o, bueno,
uno y su familia) y que, según la vieja máxima
democrática que sirvió de base a este tinglado, «La
libertad de uno sólo termina donde empieza la libertad del
otro», etcétera.
Ello mismo debe sugerir a los no conformes que ahí
está la última y más capciosa trampa en que hace el Poder
caer a la ingenuidad de los rebeldes: en la división entre
una ética (cómo debe uno comportarse, según los dictados
de su conciencia) y una política (de lo Alto, por supuesto),
que es donde juegan las personas Conjuntas, Empresas,
Sindicatos, Estados y demás Istitutos Públicos. Y, si se
hace intervenir ocasionalmente la ética en la política (p.ej.
en el clamor contra la violencia de las bandas terroristas o
de los violadores de niñas, o, por ejemplo, en los procesos
de Corrupción de algunos personajes elegidos entre los
detentadores de un cierto Poder, pero ligeramente
despistados en las normas), ya se sabe para qué sirve eso:
para distraer de la corrupción global y legal, en que el
juego del Capital se asienta, de la violencia cotidiana que
Estado y Capital ejercen sobre las poblaciones,
administrándoles la muerte en vida, de la prostitución
generalizada o sumisión al Dinero a que se condena a las
niñas y a todo Cristo; en fin, para entorpecer una política
de abajo que se alzara contra el Imperio del Dinero.
Por eso es tan necesario que los tratos, p.ej. con el
Fisco, sean tan estrictamente privados, cada uno
personalmente rindiendo cuentas de sus bienes a la
Administración del Bien; o, asimismo, que los tratos
amorosos sean una cuestión íntima y privada, en la que no
puede meter la nariz nadie. Así se consigue que el Señor
(Estado y Capital) meta bastante más que la nariz en los
tratos fiscales y en los amorosos, que los convierta en
istrumento de sumisión a su Dominio. El respeto de la
privacía garantiza la vigencia de la tiranía.
Por eso, desde este otro lado, del de abajo, es ésta la
operación primera: ¡que la casa se abra! Que no haya más
vida privada, que no haya un solo gesto ni trato, ni
hacienda ni amor, que no sea (como lo es, aunque no
quiera) público y político, y que la desgracia o gloria
personal no sirva más que como muestra de lo común.
Una vez más, el lenguaje popular nos da el ejemplo y el
aliento: él, que es la casa de todos, porque no es de nadie
y es para cualquiera, la sola riqueza humana que se nos da
gratuitamente, y que así vive en guerra sin fin contra el
Dinero.
El espejo de las afueras del Desarrollo
Pero abrirse la casa de uno y hacerse común implica
también que el ámbito del Desarrollo, la Casa del Hombre
del Bienestar, se abra también a los de fuera, al común de
la gente que lo rodea, no ciertamente en el sentido de
procurar y graduar la inmigración de los pobres de fuera a
la Casa del Hombre y del Dinero, como ahora se hace, sino
un poco en el sentido contrario justamente, según ahora
brevemente razonamos, hacia el final de este análisis y
volviendo sobre lo que en sus primeras entregas, 3 y 4,
anotábamos, cuando contábamos dónde estaba situado el
Desarrollo y cómo la desgracia y los horrores de fuera
estaban dentro.
Es claro que las hambres epidémicas, las pestes y
miserias, las guerritas de tipo decimonónico (como en la
reactivación del «volcán de los Balcanes»), las dictaduras
religiosas o pistoleras que rebullen desde Persia a Malasia
y la América Latina y el África entera desde El Cabo hasta
Marruecos, toda la prehistoria recién cocida que circunda
al Desarrollo y alimenta las pantallas de sus televisores, no
lo circunda ni las alimenta por casualidad ni hay en ello
nada de «causas naturales» (nada hay natural entre los
hombres), sino que está promovido por el Desarrollo y
sosteniendo el Reino del Bienestar. Es así que lo de dentro
se manifiesta también en lo de fuera.
Y, si hay algunos que han perdido la sensibilidad para
percibir el horror, la miseria y la falsificación del Régimen
directamente y aquí dentro, si no les bastan los
conglomerados suburbanos y los bloques de nichos con su
televisor iluminando los ojos de los espectros, ni el
embrollo progresivo del tráfico automovilístico (¿no saben
ya ni imaginar la delicia que serían esas calles, esos
bosques, si el Automóvil no estuviera?), ni las hordas
crecientes de muchachos vomitando de aburrimiento por
todos los rincones, si los hay que han llegado a tomarse
todo eso como natural y que «lo traen los tiempos» y ya
casi ni lo sienten, a ésos puede que el esterior del
Desarrollo les sirva como un espejo, donde vean más claro
lo que es el Bienestar; o sea, al revés de como los Medios
les ofrecen a las Masas esos horrores de los otros, para
que se lamenten, hagan ocasionalmente caridades (como
antes del Desarrollo las monjitas reunían fondos para los
chinitos a los que no había llegado aún la Fe) y en todo
caso se consuelen y contenten pensando lo bien que
estamos a los que no nos pasan esas cosas: aquí, al revés:
para que ese espejo les haga reconocer la verdad del
Bienestar de que disfrutamos.
Pienso sobre todo en la fuerza del Ideal que mueve a
los millares de chicos y chicas de las afueras del
Desarrollo a arrojarse como sea aquí dentro, como al
Paraíso, a entregarse al Dinero Salvador: los barcos de
albaneses arracimados por las bordas tratando de arribar
a las costas de Italia, las chalupas atestadas de
marroquíes huyendo de su bazofia (perla ilustre del collar
de tiranías miserables con que el Desarrollo se ciñe para
su ornato) chapoteando a través del estrechito de
Gibraltar, las miríadas de muchachas de los países
arruinados de los Regímenes que durante 40 años el
Desarrollo estuvo presentando como «la otra forma de
Poder» para engaño y terror de las poblaciones, saliendo
ahora ellas a las rutas de las puertas del Paraíso a
prostituirse ansiosamente a los ocupantes de automóviles
del Bienestar...
Tal es la fascinación del Reino sobre las crías de sus
alrededores; y sólo los fantasmas fascinan de ese modo.
Aquél que, viendo la fuerza de la ilusión mostruosa en esos
corazones de los arrabales, no sepa reconocer en ella,
como en un espejo, la ilusoriedad, falsedad y tiranía del
Estado de Bienestar en que nosotros nos agitamos, ése es
que se ha quedado ya del todo ciego y sordo, apto para
tragarse todos los sustitutos de la vida y la razón.
Que en ese espejo encuentre el pueblo la fuerza del
asco y revulsión contra esto que se le vende como mundo
No ir con los tiempos
Y en fin, para terminar por ahora, lo mismo que las
miserias y tiranías atrasadas de que el Desarrollo se rodea
pueden acaso usarse al revés de como las usan los Medios
de Formación de Masas, no para horrorizarlas vanamente y
hacerles sentir lo bien que están en el Bienestar, sino para
revelar, como en un espejo, lo que el Bienestar es en
verdad, análogamente las barbaries medievales y
paleolíticas, los martirios inquisitoriales, las guerras de
nazis y nipones, las escabechinas napoleónicas, las
invasiones de los tártaros o las matanzas de los romanos,
imágenes que también está la Televisión insaciablemente
reponiendo ante los ojos cada día, a fin de que los
estupefactos contemporáneos reconozcan, hundidos en su
sillón, lo mucho que hemos progresado y la Gran Paz de
que disfrutamos, pueden tal vez usarse del revés, para
percibir mejor por ellas, como si fuesen caricaturas de lo
mismo, las barbaries, tormentos y administración de
muerte en que consiste el Estado del Desarrollo.
El que sepa reconocer en la combustión de cada
autobusada de jubilados las llamas de la hoguera royendo
los pies de Juana de Arco o de Giordano Bruno, en las
reatas de niños corcovados bajo las mochilas de la Cultura
la matanza de los inocentes con Herodes, en los papeleos
y pantallazos de Ordenador de nuestras burocracias el
relumbrar de dagas y rechinar de huesos de las campañas
de Troya o del Gurugú, en la afable sonrisa sobre la
corbata del Ejecutivo en desayuno de negocios la siniestra
sonrisa de la película de Tamerlán o de Bocasa mandando
sus prisioneros a la carnicería, a ése quizá las imaginerías
de la Historia le sirvan para algo.
Todas las épocas están en ésta, que no es época
ninguna.
No pueden las gentes disconformes o rebeldes creer en
la Historia para nada: la Fe en la Historia la cultiva y
promociona el Estado-Capital, a fin de que, creyendo los
Individuos de la Masa en la existencia de las otras épocas,
crean también en el Futuro a que el Capital-Estado los
tiene condenados; y que, al creer que hay otras épocas,
lleguen a creerse que esto es una época también (en
realidad, la Televisión, con el solo encuadrarlo en la
pequeña pantalla, está haciendo Historia de la actualidad
misma), y, como es sabido que en las épocas no vive más
gente que Jerjes o Napoleón, los muertos, la
administración de muerte de las Personas de las Masas
queda así cumplida.
Pero es claro que las otras épocas no son más que
imaginerías que forman parte de esto que nos pasa; y que
esto no es época ninguna, sino tiempo vivo, tiempo en el
que hablamos mientras hablamos, el que se quiere dejar
muerto en el Tiempo de los relojes y la Historia.
Por eso, no se puede creer en los tiempos; y el ir con
los tiempos, ese afán, dominante desde las chácharas de
chavales sobre motos hasta los Congresos velocípedos de
los varones culturales, por estar al día, es la manera de
entregarse al Dinero y al Poder, la Muerte.
¡Nunca pués ir con los tiempos! La última y verdadera
revolución es la de los muertos, que se niegan a estar
muertos; y la evidencia, palpable y actual, es que sigue
siempre latiendo, por debajo del Dominio, un corazón que
sabe decir «¡Qué bueno esto!» y sabe decir «No», sin
importarle un rábano ni la Orden del Día ni las Modas.
Y no hay prisa. El pueblo tiene esa inmensa ventaja de
que, como no tiene que existir, no muere nunca.